"La Carretera" de Cormac McCarthy
Afronté la lectura de “La carretera” con un cierto retraso respecto a su boom entre el público. No fue algo premeditado, me pasa con frecuencia. No me gusta seguir las modas de turno y sí ir un poco a mi bola. Cuando surge el nombre de un libro que parece importante, lo apunto, lo compró y lo leo según me da. Puede que no sea un buen método pero es el mío y estoy a gusto con él.
Llegar tarde a “La carretera” me ha permitido ser testigo de todo lo que se escribió sobre este libro, debates furibundos incluidos. La verdad, tanto encono me dejó un poco perplejo y aceleró su posición dentro de la pila de pendientes.
Dejando al margen los méritos que presenta el libro por si mismo, hay que reconocerle a “La carretera” algo innegable. Es el libro de ciencia ficción que más jaleo ha provocado en los últimos años y, posiblemente, haya sido uno de los más leídos. Lo más cercano a un best-seller global tipo gran bombazo que hasta hoy haya vivido el género.
Por lo que he seguido en la red las opiniones se han decantado en dos posturas. Postura A, estamos ante una obra maestra donde prima la sensibilidad del autor y su magnífico quehacer literario. Postura B, no es para tanto y, de hecho, es mala ciencia ficción, no explica que ha causado el fin del mundo, hay muchas otras novelas post-apocalípticas mejores, es una ñoñez y, repito, no es para tanto.
Creo que queda claro que es un tipo de libro de los que no dejan indiferente a nadie.
Mi opinión personal es que “La carretera” es una gran novela, un must como dicen los anglos, una de las mejores historias post-apocalípticas que se han escrito y un libro muy bien hecho y de una gran sensibilidad, pero, que, modestamente, no alcanza del todo la calificación de obra maestra de la que con tanta frecuencia se abusa.
Primero voy a centrarme en las críticas que se le han hecho desde la postura B. Sinceramente, a estas alturas, quejarse de no saber exactamente que ha destruido el mundo me parece de una gran puerilidad y una muestra de que, realmente, no se ha entendido el libro. Las historias post-apocalípticas nacen como un ejemplo de literatura denuncia. Un aviso de lo que podría ocurrir si somos especialmente estúpidos o negligentes. Un perfecto ejemplo de ese tipo de ciencia ficción que parte de la premisa “si esto continúa…”. Cada generación ha tenido su particular ogro, el holocausto nuclear, la explosión demográfica, la catástrofe ecológica, etc.
Sin embargo, muchas de las historias acababan resultando más interesantes, no tanto por la destrucción del mundo (que muy a menudo era obviada), como por la evolución de los escasos supervivientes, utilizándolos muy a menudo como parábola de la condición humana. Así, por ejemplo, la novela que, a mi modo de ver, es la auténtica obra maestra del género, “La tierra permanece” de Stewart, el genocidio de la humanidad está provocado por una epidemia. Y dado que en 1947 ese no era un temor especialmente fuerte, queda claro que el interés del autor era más describir el después del holocausto que avisar sobre un posible peligro.
En “La carretera”, la intención de McCarthy es similar. Su objetivo es retratar la relación paterno-filial en una situación extrema y, en ese sentido, determinar que ha destruido el mundo le es tan indiferente como a Stewart. Este fue esclavo de las convenciones de su época, McCarthy, 60 años después, es más libre y, sencillamente, obvia un elemento que no es necesario para su novela.
En cuanto a la crítica sobre su carácter ñoño, de nuevo nos encontramos con un planteamiento de quien no ha sabido leer el libro, o, posiblemente, de quienes no comparten la sensibilidad del autor. En líneas generales, cuando nos embarcamos en la lectura de una novela, establecemos un pacto con su autor. En esencia, la novela es falsa, una gran mentira pero todo lector asume durante su lectura que es verdad. Esta peculiar situación es lo que se ha venido a llamar también suspensión de la credulidad y que yo defino como el pacto escritor-lector: tú me engañas y yo me dejo, pero a cambio de que me convenzas.
Desde luego, la suspensión de la credulidad no es total, en cierta manera sabemos que lo que leemos es mentira y el pacto tiene sus propias graduaciones y coherencias internas. Muy a menudo en las historias que leemos la muerte y la destrucción surgen por doquier (especialmente en la CF, el terror o la Fantasía), si la suspensión de credulidad fuese total y absoluta, no podríamos leer la mayoría de esos libros, sería demasiado terrible. Sin embargo, aquí se produce una de las graduaciones del pacto. Según el tipo de libro asumimos más rápidamente que lo horrible no es tan horrible por que es mentira. Y ahí el autor ayuda, dando a su libro la textura necesaria para que vivamos la historia de esa manera. Así, si estoy leyendo una space opera donde se describe la destrucción de un crucero espacial de combate en la que mueren sus 5.000 tripulantes, ni pestañeo, asumo que es mentira a toda velocidad y que no merece la pena llorar por ellos y por sus familias.
En “La carretera” el pacto que McCarthy firma con sus lectores es diferente y, viene a decir: lo que te estoy contando es verdad, totalmente verdad. Y, claro, entonces sufrimos, sufrimos indeciblemente por que lo que nos cuentan es horrible, estremecedor y sería mejor no mirar directamente a los ojos del monstruo. Esa es la sensibilidad de “La carretera” y esa es la grandeza de la novela, todo gira alrededor de ella: el estilo, la estructura, el paisaje, la trama, todo, absolutamente todo.
¿Qué ha ocurrido entonces? ¿Por qué algunos hablan de ñoñería? ¿Por qué sostienen que no es para tanto, qué han leído cosas igual de salvajes en el último de zombies? Sencillamente por qué no han firmado el pacto, no han conseguido suspender la incredulidad lo suficiente y, si no consigues eso, todo el tinglado se viene abajo. Eso, a menudo, es la diferencia entre los buenos escritores y los malos, algo especialmente delicado en el caso de los sentimientos, donde es tan sencillo pasarse y caer en lo sensiblero.
Creo que McCarthy acierta con la mayoría de los lectores (a las ventas me remito) aunque, visto lo visto por internet, falla con otros. Esto puede ser algo que tenga que ver con la forma en que le funciona el cerebro a cada uno, el umbral de sensibilidad ante el mal ajeno no tiene que ser igual para todos. O, más bien, puede que nos encontremos ante un signo de los tiempos, una época donde el mal se ha convertido en algo tan banal, tan parte del espectáculo que, algunos, directamente han perdido cualquier noción de empatía.
Pasemos ahora a las alabanzas de la postura A. En algunos casos han sido un tanto exageradas y acríticas. Exageradas por qué, básicamente, viene a decir que nadie ha escrito algo parecido desde la ciencia ficción. Y eso es una clara exageración. “La muerte la hierba” de John Christopher, “Fuga para una isla” de Christopher Priest o “El clamor del silencio” de Wilson Tucker son libros donde el horror se acerca (e incluso supera) al de “La carretera”. Son títulos que puede que McCarthy haya leído o puede que no, pero, desde el género, han conseguido un efecto bastante similar al de su obra (otra cosa es que estén igual de bien escritas pero eso es secundario de cara a lo que se buscaba lograr en el lector).
Y luego está la idea general que impregna todo el libro. La maldad humana como esencia de nuestro carácter, una constante en la obra de McCarthy y, si se me apura, en la de la literatura de los últimos 100 años. Esa es una idea que no me gusta (lo cual es una opción, no una certidumbre) pero, además, que creo que está profundamente equivocada. En “La carretera” padre e hijo llevan a cabo una estremecedora huída donde el resto de los seres humanos que aparecen tiene como único objetivo asesinarlos. Una visión desoladora y que la historia reciente parece corroborar: el genocidio armenio, el holocausto nazi, Bosnia, Ruanda,…
Aparentemente, el hombre es un lobo para el hombre.
Y, sin embargo, me resisto a creer que esa idea sea del todo cierta. Aún existen armenios, judíos, bosnios, batutsi,… Los genocidios nunca son completos, y no lo son por que, de una forma u otra, al final se les frena o aparece un rasgo de piedad entre alguno de los verdugos.
Como dice la sabiduría popular, ante un hecho extremo, el ser humano saca lo mejor y lo peor que lleva dentro. Por cada caso de salvajismo hay, al menos, otro de bondad. Existió Hitler, pero también Schlinder. No hay una postura de blanco o negro, el gris tiene infinitos matices.
Y, de hecho, creo que, a la larga, McCarthy fue consciente de este hecho. Y me estoy refiriendo al final, ese final que, según muchos, es lo que único que estropea la novela. No tuvo huevos para acabarla como debía, se dice. No puedo estar más en desacuerdo. A McCarthy le sobran huevos para ser todo lo cruel que le de la gana, cerrar el libro como lo cerró indica, simplemente, un atisbo de esperanza hacia el ser humano, la posibilidad, real, de que en medio del dolor y la barbarie siempre es posible encontrar un rasgo de humanidad, por escaso y único que sea. El “Titanic” se hunde, pero algunos pasajeros ceden sus puestos a otros en los botes salvavidas.
Esa es una verdad mayor que la premisa Hobbesiana del lobo y el hombre y McCarthy, a diferencia de algunos de sus lectores, la conoce profundamente. Puede que esa ignorancia sea, nuevamente, un signo de nuestro tiempo.
Pero, a pesar de todo, “La carretera” no me parece una obra redonda del todo, hay algunos pequeños detalles que me molestan y que son los que hacen que me niegue a calificarla de obra maestra. El más significativo de todos es el del canibalismo.
A lo largo de todo el libro, padre e hijo parecen reafirmar su humanidad frente al salvajismo del resto de los personajes en su negativa al consumo de carne humana. Es una premisa clara, que, además, se explicita en el libro en varios párrafos. Nosotros somos mejores por qué no comemos carne humana.
Perdonen pero eso no es humanidad, es estupidez. La premisa del libro es clara, invierno nuclear, imposibilidad de que crezca la vegetación y, por tanto, extinción de los animales. Las posibilidades de supervivencia son claras: carroñeo de los restos de la civilización moribunda, o canibalismo. La segunda opción es mejor que la primera por que, más tarde o más temprano no quedará nada que saquear (algo que a lo largo del libro queda meridianamente claro). El empecinamiento de los protagonistas en no recurrir al canibalismo les condena a la extinción se pongan como se pongan, su postura es la errónea, y la de los salvajes la acertada, por mucho que esto nos parezca espantoso.
Tenemos múltiples ejemplos. Todos recordarán la historia de “¡Viven!”, los que eligieron el canibalismo siguen vivos, los que no murieron. Y esto no es sólo una opción personal si no que afecta a sociedades enteras. Algunas corrientes antropológicas (por ejemplo, las defendidas por Marvin Harris) sostienen que muchas de las sociedades caníbales lo son por que viven en ecosistemas donde la falta de proteínas animales es tan alarmante que la carne humana es casi la única opción posible. Si seguimos las premisas de McCarthy, muchos de los pueblos primitivos del Pacífico, o de las tribus amerindias previas a 1492, no serían realmente humanos, ya que estas fueron zonas donde el consumo de carne humana estuvo muy extendido, semejante premisa me parece difícil de asumir.
Y luego está el tema de la civilización y la barbarie. Otro eje del libro. Padre e hijo, aferrados al modo de vida previo a la catástrofe representan la civilización, aquellos que han sucumbido a la antropofagia son la barbarie. Me temo que, nuevamente, McCarthy está equivocado. Las categorías civilización y barbarie son tan cambiantes como la propia humanidad, los romanos se consideraban la civilización por excelencia, su defensa de la esclavitud, en cambio, les hace parecer bárbaros a nuestros ojos.
La postura del padre y el hijo como una isla en medio de la barbarie es tan errónea como su afán por no comer carne humana. Ellos dos, aislados y únicos, ya no son del todo humanos, si entendemos como humano a la vida en sociedad. Y no lo son por que no forma parte de ninguna sociedad, son únicos.
Sin embargo, en el libro sí que hay un atisbo de la auténtica sociedad, la nueva humanidad post-catástrofe. Ese grupo del que padre e hijo se esconde que va a la caza de alimentos, formado por una auténtica comunidad organizada, con sus guerreros, sus jefes, sus mujeres en retaguardia y protegidas y sus esclavos-ganado. Ese grupo ha creado, repito, una auténtica sociedad, terrible bajo nuestro punto de vista, pero más humana que la entidad formada por el padre y su hijo.
A la larga, “La carretera” no deja de ser la historia de un error, un enorme error, el afrontar el apocalipsis sólo. Y, de hecho, el final de la historia parece dar razón a esta premisa, por que el hijo acaba entrando a formar parte de un grupo mayor, de un conato de sociedad con más posibilidades de sobrevivir que la organización formada por sólo dos individuos.
Son estas incoherencias o errores, bajo mi punto de vista, los que evitan a “La carretera” el título de obra maestra, lo que no impide que siga siendo un grandísimo libro y uno de los mejores dentro del campo de la ciencia ficción que se han escrito en los últimos años.
Llegar tarde a “La carretera” me ha permitido ser testigo de todo lo que se escribió sobre este libro, debates furibundos incluidos. La verdad, tanto encono me dejó un poco perplejo y aceleró su posición dentro de la pila de pendientes.
Dejando al margen los méritos que presenta el libro por si mismo, hay que reconocerle a “La carretera” algo innegable. Es el libro de ciencia ficción que más jaleo ha provocado en los últimos años y, posiblemente, haya sido uno de los más leídos. Lo más cercano a un best-seller global tipo gran bombazo que hasta hoy haya vivido el género.
Por lo que he seguido en la red las opiniones se han decantado en dos posturas. Postura A, estamos ante una obra maestra donde prima la sensibilidad del autor y su magnífico quehacer literario. Postura B, no es para tanto y, de hecho, es mala ciencia ficción, no explica que ha causado el fin del mundo, hay muchas otras novelas post-apocalípticas mejores, es una ñoñez y, repito, no es para tanto.
Creo que queda claro que es un tipo de libro de los que no dejan indiferente a nadie.
Mi opinión personal es que “La carretera” es una gran novela, un must como dicen los anglos, una de las mejores historias post-apocalípticas que se han escrito y un libro muy bien hecho y de una gran sensibilidad, pero, que, modestamente, no alcanza del todo la calificación de obra maestra de la que con tanta frecuencia se abusa.
Primero voy a centrarme en las críticas que se le han hecho desde la postura B. Sinceramente, a estas alturas, quejarse de no saber exactamente que ha destruido el mundo me parece de una gran puerilidad y una muestra de que, realmente, no se ha entendido el libro. Las historias post-apocalípticas nacen como un ejemplo de literatura denuncia. Un aviso de lo que podría ocurrir si somos especialmente estúpidos o negligentes. Un perfecto ejemplo de ese tipo de ciencia ficción que parte de la premisa “si esto continúa…”. Cada generación ha tenido su particular ogro, el holocausto nuclear, la explosión demográfica, la catástrofe ecológica, etc.
Sin embargo, muchas de las historias acababan resultando más interesantes, no tanto por la destrucción del mundo (que muy a menudo era obviada), como por la evolución de los escasos supervivientes, utilizándolos muy a menudo como parábola de la condición humana. Así, por ejemplo, la novela que, a mi modo de ver, es la auténtica obra maestra del género, “La tierra permanece” de Stewart, el genocidio de la humanidad está provocado por una epidemia. Y dado que en 1947 ese no era un temor especialmente fuerte, queda claro que el interés del autor era más describir el después del holocausto que avisar sobre un posible peligro.
En “La carretera”, la intención de McCarthy es similar. Su objetivo es retratar la relación paterno-filial en una situación extrema y, en ese sentido, determinar que ha destruido el mundo le es tan indiferente como a Stewart. Este fue esclavo de las convenciones de su época, McCarthy, 60 años después, es más libre y, sencillamente, obvia un elemento que no es necesario para su novela.
En cuanto a la crítica sobre su carácter ñoño, de nuevo nos encontramos con un planteamiento de quien no ha sabido leer el libro, o, posiblemente, de quienes no comparten la sensibilidad del autor. En líneas generales, cuando nos embarcamos en la lectura de una novela, establecemos un pacto con su autor. En esencia, la novela es falsa, una gran mentira pero todo lector asume durante su lectura que es verdad. Esta peculiar situación es lo que se ha venido a llamar también suspensión de la credulidad y que yo defino como el pacto escritor-lector: tú me engañas y yo me dejo, pero a cambio de que me convenzas.
Desde luego, la suspensión de la credulidad no es total, en cierta manera sabemos que lo que leemos es mentira y el pacto tiene sus propias graduaciones y coherencias internas. Muy a menudo en las historias que leemos la muerte y la destrucción surgen por doquier (especialmente en la CF, el terror o la Fantasía), si la suspensión de credulidad fuese total y absoluta, no podríamos leer la mayoría de esos libros, sería demasiado terrible. Sin embargo, aquí se produce una de las graduaciones del pacto. Según el tipo de libro asumimos más rápidamente que lo horrible no es tan horrible por que es mentira. Y ahí el autor ayuda, dando a su libro la textura necesaria para que vivamos la historia de esa manera. Así, si estoy leyendo una space opera donde se describe la destrucción de un crucero espacial de combate en la que mueren sus 5.000 tripulantes, ni pestañeo, asumo que es mentira a toda velocidad y que no merece la pena llorar por ellos y por sus familias.
En “La carretera” el pacto que McCarthy firma con sus lectores es diferente y, viene a decir: lo que te estoy contando es verdad, totalmente verdad. Y, claro, entonces sufrimos, sufrimos indeciblemente por que lo que nos cuentan es horrible, estremecedor y sería mejor no mirar directamente a los ojos del monstruo. Esa es la sensibilidad de “La carretera” y esa es la grandeza de la novela, todo gira alrededor de ella: el estilo, la estructura, el paisaje, la trama, todo, absolutamente todo.
¿Qué ha ocurrido entonces? ¿Por qué algunos hablan de ñoñería? ¿Por qué sostienen que no es para tanto, qué han leído cosas igual de salvajes en el último de zombies? Sencillamente por qué no han firmado el pacto, no han conseguido suspender la incredulidad lo suficiente y, si no consigues eso, todo el tinglado se viene abajo. Eso, a menudo, es la diferencia entre los buenos escritores y los malos, algo especialmente delicado en el caso de los sentimientos, donde es tan sencillo pasarse y caer en lo sensiblero.
Creo que McCarthy acierta con la mayoría de los lectores (a las ventas me remito) aunque, visto lo visto por internet, falla con otros. Esto puede ser algo que tenga que ver con la forma en que le funciona el cerebro a cada uno, el umbral de sensibilidad ante el mal ajeno no tiene que ser igual para todos. O, más bien, puede que nos encontremos ante un signo de los tiempos, una época donde el mal se ha convertido en algo tan banal, tan parte del espectáculo que, algunos, directamente han perdido cualquier noción de empatía.
Pasemos ahora a las alabanzas de la postura A. En algunos casos han sido un tanto exageradas y acríticas. Exageradas por qué, básicamente, viene a decir que nadie ha escrito algo parecido desde la ciencia ficción. Y eso es una clara exageración. “La muerte la hierba” de John Christopher, “Fuga para una isla” de Christopher Priest o “El clamor del silencio” de Wilson Tucker son libros donde el horror se acerca (e incluso supera) al de “La carretera”. Son títulos que puede que McCarthy haya leído o puede que no, pero, desde el género, han conseguido un efecto bastante similar al de su obra (otra cosa es que estén igual de bien escritas pero eso es secundario de cara a lo que se buscaba lograr en el lector).
Y luego está la idea general que impregna todo el libro. La maldad humana como esencia de nuestro carácter, una constante en la obra de McCarthy y, si se me apura, en la de la literatura de los últimos 100 años. Esa es una idea que no me gusta (lo cual es una opción, no una certidumbre) pero, además, que creo que está profundamente equivocada. En “La carretera” padre e hijo llevan a cabo una estremecedora huída donde el resto de los seres humanos que aparecen tiene como único objetivo asesinarlos. Una visión desoladora y que la historia reciente parece corroborar: el genocidio armenio, el holocausto nazi, Bosnia, Ruanda,…
Aparentemente, el hombre es un lobo para el hombre.
Y, sin embargo, me resisto a creer que esa idea sea del todo cierta. Aún existen armenios, judíos, bosnios, batutsi,… Los genocidios nunca son completos, y no lo son por que, de una forma u otra, al final se les frena o aparece un rasgo de piedad entre alguno de los verdugos.
Como dice la sabiduría popular, ante un hecho extremo, el ser humano saca lo mejor y lo peor que lleva dentro. Por cada caso de salvajismo hay, al menos, otro de bondad. Existió Hitler, pero también Schlinder. No hay una postura de blanco o negro, el gris tiene infinitos matices.
Y, de hecho, creo que, a la larga, McCarthy fue consciente de este hecho. Y me estoy refiriendo al final, ese final que, según muchos, es lo que único que estropea la novela. No tuvo huevos para acabarla como debía, se dice. No puedo estar más en desacuerdo. A McCarthy le sobran huevos para ser todo lo cruel que le de la gana, cerrar el libro como lo cerró indica, simplemente, un atisbo de esperanza hacia el ser humano, la posibilidad, real, de que en medio del dolor y la barbarie siempre es posible encontrar un rasgo de humanidad, por escaso y único que sea. El “Titanic” se hunde, pero algunos pasajeros ceden sus puestos a otros en los botes salvavidas.
Esa es una verdad mayor que la premisa Hobbesiana del lobo y el hombre y McCarthy, a diferencia de algunos de sus lectores, la conoce profundamente. Puede que esa ignorancia sea, nuevamente, un signo de nuestro tiempo.
Pero, a pesar de todo, “La carretera” no me parece una obra redonda del todo, hay algunos pequeños detalles que me molestan y que son los que hacen que me niegue a calificarla de obra maestra. El más significativo de todos es el del canibalismo.
A lo largo de todo el libro, padre e hijo parecen reafirmar su humanidad frente al salvajismo del resto de los personajes en su negativa al consumo de carne humana. Es una premisa clara, que, además, se explicita en el libro en varios párrafos. Nosotros somos mejores por qué no comemos carne humana.
Perdonen pero eso no es humanidad, es estupidez. La premisa del libro es clara, invierno nuclear, imposibilidad de que crezca la vegetación y, por tanto, extinción de los animales. Las posibilidades de supervivencia son claras: carroñeo de los restos de la civilización moribunda, o canibalismo. La segunda opción es mejor que la primera por que, más tarde o más temprano no quedará nada que saquear (algo que a lo largo del libro queda meridianamente claro). El empecinamiento de los protagonistas en no recurrir al canibalismo les condena a la extinción se pongan como se pongan, su postura es la errónea, y la de los salvajes la acertada, por mucho que esto nos parezca espantoso.
Tenemos múltiples ejemplos. Todos recordarán la historia de “¡Viven!”, los que eligieron el canibalismo siguen vivos, los que no murieron. Y esto no es sólo una opción personal si no que afecta a sociedades enteras. Algunas corrientes antropológicas (por ejemplo, las defendidas por Marvin Harris) sostienen que muchas de las sociedades caníbales lo son por que viven en ecosistemas donde la falta de proteínas animales es tan alarmante que la carne humana es casi la única opción posible. Si seguimos las premisas de McCarthy, muchos de los pueblos primitivos del Pacífico, o de las tribus amerindias previas a 1492, no serían realmente humanos, ya que estas fueron zonas donde el consumo de carne humana estuvo muy extendido, semejante premisa me parece difícil de asumir.
Y luego está el tema de la civilización y la barbarie. Otro eje del libro. Padre e hijo, aferrados al modo de vida previo a la catástrofe representan la civilización, aquellos que han sucumbido a la antropofagia son la barbarie. Me temo que, nuevamente, McCarthy está equivocado. Las categorías civilización y barbarie son tan cambiantes como la propia humanidad, los romanos se consideraban la civilización por excelencia, su defensa de la esclavitud, en cambio, les hace parecer bárbaros a nuestros ojos.
La postura del padre y el hijo como una isla en medio de la barbarie es tan errónea como su afán por no comer carne humana. Ellos dos, aislados y únicos, ya no son del todo humanos, si entendemos como humano a la vida en sociedad. Y no lo son por que no forma parte de ninguna sociedad, son únicos.
Sin embargo, en el libro sí que hay un atisbo de la auténtica sociedad, la nueva humanidad post-catástrofe. Ese grupo del que padre e hijo se esconde que va a la caza de alimentos, formado por una auténtica comunidad organizada, con sus guerreros, sus jefes, sus mujeres en retaguardia y protegidas y sus esclavos-ganado. Ese grupo ha creado, repito, una auténtica sociedad, terrible bajo nuestro punto de vista, pero más humana que la entidad formada por el padre y su hijo.
A la larga, “La carretera” no deja de ser la historia de un error, un enorme error, el afrontar el apocalipsis sólo. Y, de hecho, el final de la historia parece dar razón a esta premisa, por que el hijo acaba entrando a formar parte de un grupo mayor, de un conato de sociedad con más posibilidades de sobrevivir que la organización formada por sólo dos individuos.
Son estas incoherencias o errores, bajo mi punto de vista, los que evitan a “La carretera” el título de obra maestra, lo que no impide que siga siendo un grandísimo libro y uno de los mejores dentro del campo de la ciencia ficción que se han escrito en los últimos años.