"Las Aventuras de Pinocho" de Carlo Collodi
Frente a otros clásicos de la literatura infantil, que leí ya adulto o que sólo conocí a través de adaptaciones posteriores, generalmente de la mano deformante de Disney, “Las aventuras de Pinocho” si que las deguste en su formato original en mis años imberbes.
Por supuesto, también padecí la versión Disney en su adaptación oficial al comic, pero por mi casa apareció un día un ajado libraco, ya gastado y de gran tamaño, más apto para enciclopedia que para disfrute de niños, que recogía la novela de Collodi profusamente ilustrada con fotografías de una adaptación italiana al cine en imagen real, cuyo principal mérito era contar con Gina Llollobrigida en el papel de Niña de los Cabellos Azules.
Triste es reconocerlo, no he podido ver nunca esa adaptación cinematográfica, aunque, en cambio, si que he padecido varios visionados de la versión Disney, ya se sabe que los estadounidenses son muy críticos con los monopolios ajemos y muy comprensivos con los propios. Por tanto no sé hasta que punto dicha película merece o no la pena. Si que puedo afirmar que aquellas fotografías, mezcla de neorrealismo, pintura de época (la ambientación era decididamente decimonónica) y efectos especiales naif, eran poderosas y contrastaban enormemente con la edulcorada y ñoña estética disneysiana. O, por lo menos, ese fue el efecto que me causó a aquella tierna edad, no se ahora, más de de 30 años después si las cosas serían iguales. Por lo menos, aquel tomazo me enseñó una lección, o más bien, el embrión de una lección, que de aquella, muy posiblemente, mi cabeza no daba para tanto. La lección era sencilla: había todo un mundo fascinante más allá del monopolio Disney y, como lógica continuación, ante la libertad (más bien libertinaje a veces) del adaptador es mejor recurrir a la obra original.
Ahora bien, puedo afirmar que “Las aventuras de Pinocho” no fue exactamente una lectura que disfrutase. Me llamó mucho la atención la crueldad de muchas escenas obviadas por Disney y me desagradó profundamente la moralina que impregnaba el libro. O, por lo menos, ese ha sido el recuerdo que me ha quedado de aquellas primeras lecturas.
Hace poco releí de nuevo al bueno de Pinocho, esta vez de la mano de su edición en bolsillo por Alianza (a saber que habrá sido de aquel libraco de mi infancia) y, en parte me reconcilié con el muñeco. Primero, me llamó la atención lo breve de la historia. 206 páginas en edición de bolsillo pero plenas de ilustraciones y estructuradas en 36 capítulos muy breves. Una lectura que te ventilas en un par de horas y que de niño me parecía tremenda y me llevaba varios días (por qué si que recuerdo perfectamente, que releí con avidez varias veces el libro, aunque sólo fuera para disfrutar de las fotos).
Por supuesto, la crueldad seguía allí, de hecho, me sigue pareciendo un rasgo fascinante de esta novela y, en general, de casi toda la literatura infantil de época. Quizá sea cosa de la diferencia de sensibilidad frente la de nuestros antepasados, menos melindrosa que la actual, o quizá que los autores de antaño sabían que los niños son esencialmente amorales y, por tanto, crueles por naturaleza, de ahí que esos rasgos que a nosotros nos pueden resultar llamativos a ellos les resulten normales. O, en fin, puede ser una forma primitiva y eficaz de reforzar el mensaje final del libro, la moralina de la historia, ya se sabe, la letra con sangre entra, etc, etc.
En cualquier caso, Pinocho sufre, y hace sufrir, lo indecible. Sería demasiado prolijo enumerar todas sus desventuras pero aquí hay de todo: desde un Pinocho que se queda sin pies, casi muere de hambre, acaba varias veces en la cárcel, cree que ha perdido a su padre y a su hada madrina (¡qué finge su propia muerte para darle una lección!), está varias veces a punto de ser quemado, ahogado o devorado y es transformado en burro, hasta un Geppetto que acaba en la cárcel por culpa del jodido muñeco y es devorado por el temible Tiburón (por buscar al crio de las narices), sin olvidar tantos secundarios con un final de lo más brutal (el gato y el zorro, las garduñas, el final de Mecha convertido en burro, el grillo-parlante).
Sinceramente, leyendo fríamente el libro, Collodi bordea el sadismo con más de una escena realmente perturbadora (el compañero de juegos al que Pinocho cree haber matado, el intento de quema de Arlequín para que Comefuego pueda cenar), eso, con siete años me dejó sobrecogido e, incluso, asustado, hoy con cuarenta y tantos me ha dejado más fascinado que otra cosa, pero igual que de niño, con más de un escalofrío en el cuerpo..
Y esto es lo que me ha permitido descubrir que “Las aventuras de Pinocho” es una obra realmente sólida y que perdurará. Principalmente por su capacidad de fascinación y su carácter evocador de un mundo que ya no existe, o que nunca ha existido, pero que Collodi supo pintar con energía. En efecto, Pinocho tiene un mucho de un pícaro clásico, es un vagabundo, un buscavidas y sus aventuras aparecen sobre un fondo fantástico pero, a la vez, con un realismo costumbrista lleno de encanto y muy italiano. Escenas como las del pescador que confunde a Pinocho con una exótica especie marina, el granjero que le obliga a actuar como perro guardián, o el dueño del circo que le compra como burro para su espectáculo y luego lo revende por haberse quedado cojo, podrían encajar con un par de pulimientos en nuestro “Lazarillo” o en alguna de aquellas películas neorrealistas italianas de los 40-50.
Es esta crueldad mezclada con picaresca, costumbrismo y socarronería (el humor recorre toda la historia, pero un humor campesino, tosco y, en ocasiones, un tanto grueso, una huella lejana del gran Basile del “Pentamerón”) lo que hace de este libro una pieza única y consigue que su historia este llena de vigencia y pueda seguir fascinando a los niños de hoy. De hecho, las versiones cinematográficas son legión, y hasta los mismísimos Spielberg y Kubrick se sintieron fascinados por la historia del niño de madera que quiere ser humano y que busca a su padre.
Estos logros me hacen perdonar el gran defecto de la novela: la tremenda moralina que hay detrás de ella y que Collodi jamás ocultó, más bien exageró hasta extremos estomagantes. A fin de cuentas, Pinocho no deja de ser un niño desobediente, que no quiere estudiar y que pasa olímpicamente de su padre, un vago de campeonato que sólo quiere divertirse, un hedonista puro. Y, claro, en la industriosa y burguesa sociedad decimonónica no había mayor delito que esto, así que habría que inculcar a las mentes infantiles a sangre y fuego la lección de que ese no es el camino. Y, por tanto, todas las desventuras de Pinocho son una consecuencia de sus actos irresponsables y únicamente, cuando deja de hacer el ganso y empieza a trabajar como Dios manda, es cuando obtiene su premio y se convierte al fin en humano. Una clara metáfora sobre el paso del niño al adulto, de la infancia a la madurez, que en el caso de Pinocho se logra a través del trabajo y la renuncia a la fantasía, y que da una nueva dimensión a la obra y la carga de un profundo sentido psicoanalítico, pero que no deja de ser un tanto desoladora (y coincidir, curiosamente, con las ideas de otros autores de la misma época muy alejados de Italia como McDonald o Kingsley).
De niño, esa moralina me enervaba, posiblemente por qué me identificaba con Pinocho, con su libertad, su irresponsabilidad y su afán de aventura, y, al igual que él, me fastidiaba enormemente los consejos adultos sobre que podía o no hacer (un nuevo acierto de Collodi, el personaje de la historia y el joven lector que la lee son, prácticamente, uno). Hoy puedo ser indulgente con este fallo, comprensivo pero, en el fondo, sigo prefiriendo el Pînocho aventurero antes que el probo ciudadano, probablemente más que aburrido, en que se convierte al final del libro.
Curioso caso el de Carlo Collodi (1826-1890), seudónimo de Carlo Lorenzini, ferviente nacionalista que luchó por la unificación de Italia tanto en el campo de batalla como en la prensa a la que se dedicó en cuerpo y alma. Este periodista-soldado, fue, sobre todo, un polemista en los diarios de la época y un modesto autor cuya producción no ha pasado a la historia. Sólo perdura esta obrita aparentemente menor que a, la larga, fue la que le dio fama y renombre. El éxito fue enorme desde el inicio de su publicación en 1881 como folletín en una revista infantil. Probablemente por qué hasta la llegada de Pinocho, la literatura infantil italiana se había caracterizado por ser aburrida hasta extremos inaguantables. Los libros teóricamente para niños encantaban a los padres pero espantaban profundamente a sus hijos. Pinocho era divertido y, prácticamente, era el único libro infantil divertido disponible: su éxito estaba asegurado.
Curiosamente, el que menos fe tuvo en él fue Collodi, desdeñoso con la obra y que estuvo a punto de finiquitarla en el capítulo quince, donde deja a Pinocho ahorcado en un árbol y supuestamente muerto. Afortunadamente, Biagi, el editor de la revista, convenció a Collodi de que siguiese con la historia, aunque este nunca estuvo muy convencido y de hecho perpetró un final anticlimático que es, posiblemente, lo más flojo de todo el libro.
La edición de Alianza es más que correcta dada la relación calidad-precio. El único pero que se me ocurre es que las preciosas ilustraciones de Mussino (canónicas hasta la irrupción de Disney) no acaban de lucir muy bien en un formato tan pequeño. La traducción de la gran Esther Benítez es, como siempre, impecable, aunque el prólogo con el que acompaña a la narración no deja de ser curioso, al dedicar casi la mitad del mismo a contarnos la historia de las continuaciones apócrifas de las aventuras de Pinocho realizadas en España por Salvador Bartolozzi para la mítica editorial Calleja a partir de 1917. Una historia interesante pero que, sinceramente, no acabó de tener muy claro a que viene su inclusión en este libro.
Por supuesto, también padecí la versión Disney en su adaptación oficial al comic, pero por mi casa apareció un día un ajado libraco, ya gastado y de gran tamaño, más apto para enciclopedia que para disfrute de niños, que recogía la novela de Collodi profusamente ilustrada con fotografías de una adaptación italiana al cine en imagen real, cuyo principal mérito era contar con Gina Llollobrigida en el papel de Niña de los Cabellos Azules.
Triste es reconocerlo, no he podido ver nunca esa adaptación cinematográfica, aunque, en cambio, si que he padecido varios visionados de la versión Disney, ya se sabe que los estadounidenses son muy críticos con los monopolios ajemos y muy comprensivos con los propios. Por tanto no sé hasta que punto dicha película merece o no la pena. Si que puedo afirmar que aquellas fotografías, mezcla de neorrealismo, pintura de época (la ambientación era decididamente decimonónica) y efectos especiales naif, eran poderosas y contrastaban enormemente con la edulcorada y ñoña estética disneysiana. O, por lo menos, ese fue el efecto que me causó a aquella tierna edad, no se ahora, más de de 30 años después si las cosas serían iguales. Por lo menos, aquel tomazo me enseñó una lección, o más bien, el embrión de una lección, que de aquella, muy posiblemente, mi cabeza no daba para tanto. La lección era sencilla: había todo un mundo fascinante más allá del monopolio Disney y, como lógica continuación, ante la libertad (más bien libertinaje a veces) del adaptador es mejor recurrir a la obra original.
Ahora bien, puedo afirmar que “Las aventuras de Pinocho” no fue exactamente una lectura que disfrutase. Me llamó mucho la atención la crueldad de muchas escenas obviadas por Disney y me desagradó profundamente la moralina que impregnaba el libro. O, por lo menos, ese ha sido el recuerdo que me ha quedado de aquellas primeras lecturas.
Hace poco releí de nuevo al bueno de Pinocho, esta vez de la mano de su edición en bolsillo por Alianza (a saber que habrá sido de aquel libraco de mi infancia) y, en parte me reconcilié con el muñeco. Primero, me llamó la atención lo breve de la historia. 206 páginas en edición de bolsillo pero plenas de ilustraciones y estructuradas en 36 capítulos muy breves. Una lectura que te ventilas en un par de horas y que de niño me parecía tremenda y me llevaba varios días (por qué si que recuerdo perfectamente, que releí con avidez varias veces el libro, aunque sólo fuera para disfrutar de las fotos).
Por supuesto, la crueldad seguía allí, de hecho, me sigue pareciendo un rasgo fascinante de esta novela y, en general, de casi toda la literatura infantil de época. Quizá sea cosa de la diferencia de sensibilidad frente la de nuestros antepasados, menos melindrosa que la actual, o quizá que los autores de antaño sabían que los niños son esencialmente amorales y, por tanto, crueles por naturaleza, de ahí que esos rasgos que a nosotros nos pueden resultar llamativos a ellos les resulten normales. O, en fin, puede ser una forma primitiva y eficaz de reforzar el mensaje final del libro, la moralina de la historia, ya se sabe, la letra con sangre entra, etc, etc.
En cualquier caso, Pinocho sufre, y hace sufrir, lo indecible. Sería demasiado prolijo enumerar todas sus desventuras pero aquí hay de todo: desde un Pinocho que se queda sin pies, casi muere de hambre, acaba varias veces en la cárcel, cree que ha perdido a su padre y a su hada madrina (¡qué finge su propia muerte para darle una lección!), está varias veces a punto de ser quemado, ahogado o devorado y es transformado en burro, hasta un Geppetto que acaba en la cárcel por culpa del jodido muñeco y es devorado por el temible Tiburón (por buscar al crio de las narices), sin olvidar tantos secundarios con un final de lo más brutal (el gato y el zorro, las garduñas, el final de Mecha convertido en burro, el grillo-parlante).
Sinceramente, leyendo fríamente el libro, Collodi bordea el sadismo con más de una escena realmente perturbadora (el compañero de juegos al que Pinocho cree haber matado, el intento de quema de Arlequín para que Comefuego pueda cenar), eso, con siete años me dejó sobrecogido e, incluso, asustado, hoy con cuarenta y tantos me ha dejado más fascinado que otra cosa, pero igual que de niño, con más de un escalofrío en el cuerpo..
Y esto es lo que me ha permitido descubrir que “Las aventuras de Pinocho” es una obra realmente sólida y que perdurará. Principalmente por su capacidad de fascinación y su carácter evocador de un mundo que ya no existe, o que nunca ha existido, pero que Collodi supo pintar con energía. En efecto, Pinocho tiene un mucho de un pícaro clásico, es un vagabundo, un buscavidas y sus aventuras aparecen sobre un fondo fantástico pero, a la vez, con un realismo costumbrista lleno de encanto y muy italiano. Escenas como las del pescador que confunde a Pinocho con una exótica especie marina, el granjero que le obliga a actuar como perro guardián, o el dueño del circo que le compra como burro para su espectáculo y luego lo revende por haberse quedado cojo, podrían encajar con un par de pulimientos en nuestro “Lazarillo” o en alguna de aquellas películas neorrealistas italianas de los 40-50.
Es esta crueldad mezclada con picaresca, costumbrismo y socarronería (el humor recorre toda la historia, pero un humor campesino, tosco y, en ocasiones, un tanto grueso, una huella lejana del gran Basile del “Pentamerón”) lo que hace de este libro una pieza única y consigue que su historia este llena de vigencia y pueda seguir fascinando a los niños de hoy. De hecho, las versiones cinematográficas son legión, y hasta los mismísimos Spielberg y Kubrick se sintieron fascinados por la historia del niño de madera que quiere ser humano y que busca a su padre.
Estos logros me hacen perdonar el gran defecto de la novela: la tremenda moralina que hay detrás de ella y que Collodi jamás ocultó, más bien exageró hasta extremos estomagantes. A fin de cuentas, Pinocho no deja de ser un niño desobediente, que no quiere estudiar y que pasa olímpicamente de su padre, un vago de campeonato que sólo quiere divertirse, un hedonista puro. Y, claro, en la industriosa y burguesa sociedad decimonónica no había mayor delito que esto, así que habría que inculcar a las mentes infantiles a sangre y fuego la lección de que ese no es el camino. Y, por tanto, todas las desventuras de Pinocho son una consecuencia de sus actos irresponsables y únicamente, cuando deja de hacer el ganso y empieza a trabajar como Dios manda, es cuando obtiene su premio y se convierte al fin en humano. Una clara metáfora sobre el paso del niño al adulto, de la infancia a la madurez, que en el caso de Pinocho se logra a través del trabajo y la renuncia a la fantasía, y que da una nueva dimensión a la obra y la carga de un profundo sentido psicoanalítico, pero que no deja de ser un tanto desoladora (y coincidir, curiosamente, con las ideas de otros autores de la misma época muy alejados de Italia como McDonald o Kingsley).
De niño, esa moralina me enervaba, posiblemente por qué me identificaba con Pinocho, con su libertad, su irresponsabilidad y su afán de aventura, y, al igual que él, me fastidiaba enormemente los consejos adultos sobre que podía o no hacer (un nuevo acierto de Collodi, el personaje de la historia y el joven lector que la lee son, prácticamente, uno). Hoy puedo ser indulgente con este fallo, comprensivo pero, en el fondo, sigo prefiriendo el Pînocho aventurero antes que el probo ciudadano, probablemente más que aburrido, en que se convierte al final del libro.
Curioso caso el de Carlo Collodi (1826-1890), seudónimo de Carlo Lorenzini, ferviente nacionalista que luchó por la unificación de Italia tanto en el campo de batalla como en la prensa a la que se dedicó en cuerpo y alma. Este periodista-soldado, fue, sobre todo, un polemista en los diarios de la época y un modesto autor cuya producción no ha pasado a la historia. Sólo perdura esta obrita aparentemente menor que a, la larga, fue la que le dio fama y renombre. El éxito fue enorme desde el inicio de su publicación en 1881 como folletín en una revista infantil. Probablemente por qué hasta la llegada de Pinocho, la literatura infantil italiana se había caracterizado por ser aburrida hasta extremos inaguantables. Los libros teóricamente para niños encantaban a los padres pero espantaban profundamente a sus hijos. Pinocho era divertido y, prácticamente, era el único libro infantil divertido disponible: su éxito estaba asegurado.
Curiosamente, el que menos fe tuvo en él fue Collodi, desdeñoso con la obra y que estuvo a punto de finiquitarla en el capítulo quince, donde deja a Pinocho ahorcado en un árbol y supuestamente muerto. Afortunadamente, Biagi, el editor de la revista, convenció a Collodi de que siguiese con la historia, aunque este nunca estuvo muy convencido y de hecho perpetró un final anticlimático que es, posiblemente, lo más flojo de todo el libro.
La edición de Alianza es más que correcta dada la relación calidad-precio. El único pero que se me ocurre es que las preciosas ilustraciones de Mussino (canónicas hasta la irrupción de Disney) no acaban de lucir muy bien en un formato tan pequeño. La traducción de la gran Esther Benítez es, como siempre, impecable, aunque el prólogo con el que acompaña a la narración no deja de ser curioso, al dedicar casi la mitad del mismo a contarnos la historia de las continuaciones apócrifas de las aventuras de Pinocho realizadas en España por Salvador Bartolozzi para la mítica editorial Calleja a partir de 1917. Una historia interesante pero que, sinceramente, no acabó de tener muy claro a que viene su inclusión en este libro.