Es indudable que para el común de los lectores si hablamos de literatura infantil fantástica inglesa en el siglo XIX el primer (y seguro que a veces único) nombre que se viene a la cabeza será el de Lewis Carroll y sus novelas sobre Alicia. Es autor de fama universal, poseedor de una obra inmortal pero que, por desgracia, precisamente debido a todo eso, ha eclipsado a otros compañeros suyos también importantes. Es un poco esa manía que hay de buscar un único representante para cualquier campo del pasado y que lleva a que dejemos de lado a autores que en vida gozaron de reconocimiento y prestigio pero que hoy en día padecen el olvido bajo la tiranía del “representante único”.
Por supuesto que Carroll fue un gran autor de literatura infantil pero la época victoriana fue rica en este campo y muchos escritores hicieron aquí sus pinitos (como Oscar Wilde) o se dedicaron de lleno a este género.
Días atrás hable de uno de ellos, Charles Kingsley, pero, probablemente, el que gozó de mayor fama en vida, con el permiso de Carroll, fue George MacDonald.
A MacDonald se le sigue publicando aunque su nombre suena poco fuera de determinados círculos. Algunos le tienen en mente ya que ha sido citado muchas veces como una posible influencia de Tolkien (cosa que este rechazaba de lleno y llegó a atormentarle un poco en su vejez) y también por que es bastante conocida la admiración que le profesaba C. S. Lewis. MacDonald publicó complejas obras alegóricas de corte fantástico para adultos como “Fantasías” o “Llith”. Todas ellas son muy simbólicas, muy religiosas (de una forma extraña, Macdonald era pastor de una ignota y peculiar secta protestante inglesa) y un tanto difíciles.
Parte de estos mimbres también aparecen en muchas de sus libros infantiles (los que en vida le dieron más fama), en ocasiones de una forma un tanto excesiva que hace dudar al lector moderno sobre si los niños de finales del XIX podrían ser capaces de entender tales mensajes (algunos de ellos sobre el sentido de la vida y la muerte un tanto ominosos). Aunque no podemos olvidar que un autor tan diferente como Kingsley hace cosas similares. En cualquier caso, MacDonald siempre me ha recordado un tanto a Michel Ende, el conocido escritor alemán autor de “La historia interminable”, también en demasiadas ocasiones responsable de obras un tanto espesas para las mentes infantiles y con el mismo gusto por lo alegórico y lo simbólico.
Claro está que Ende también escribió “La historia interminable”, donde sus defectos quedan casi ocultos y sus virtudes brillan de forma cegadora. A MacDonald le pasa algo parcido con “La princesa y los trasgos”, una pequeña obra maestra y una de las mejores novelas fantásticas inglesas del XIX sin distinción de edad.
“La princesa y los trasgos” fue un gran éxito en vida de MacDonald y, hoy en día, es una de las principales pruebas presentadas sobre su influencia sobre Tolkien. En cualquier caso, MacDonald decidió continuar la historia, aparentemente cerrada, y escribió su continuación: “La princesa y Curdie”.
Por desgracia, la famosa frase de que nunca segundas partes fueron buenas cobra aquí su pleno significado. Si la primera novela es un brillante ejemplo de imaginación, simbolismos llenos de riqueza, y con un significado relativamente claro, y moraleja final bastante optimista, “La princesa y Curdie" es todo lo contrario: un libro torpe, demasiado oscuro en ocasiones y, sobre todo, con un mensaje final desolador y lleno de tristeza. Una vez más la sensación que queda es determinar hasta que punto este libro era una lectura apropiada para los niños de 1890, por que para los de ahora, definitivamente no.
Parte del problema de MacDonald es que decide olvidar a la gran protagonista de su primera novela, la princesa, y sustituirla por el secundario de lujo, Curdie, el hijo del minero. En el presente libro, Curdie es el único y absoluto personaje del libro pero, lo que gana en extensión lo pierde en fuerza. Los hilos con los que se teje un personaje secundario deben ser más finos que los usados para un principal pero si el secundario gana en estatura esos mismo finos hilos deberían fortalecerse en la misma proporción. Eso no ocurre en este caso y Curdie no deja de ser un personaje hecho de una sola pieza, casi sin s¡fisuras y, por lo tanto, demasiado rigido como para ser real.
Triste y lamentable es que la simpática princesa que protagonizaba el primer tomo de esta saga quede convertida en un pálido fantasma, tan nimio y absurdo como incoherente respecto al primer libro.
Sin embargo, ahí no acaban los problemas de “La princesa y Curdie”, otro escollo importante es que la filosofía oculta detrás del libro es, como poco, discutible. El panorama presentado es realmente desolador. En toda la novela sólo Curdie, su familia y la princesa son presentados de una forma atractiva, el resto de los personajes son intrínsecamente malvados, mezquinos y/o débiles. Hay una sensación continua de yo sólo contra el mundo que, a la larga, acaba resultando molesta y hasta preocupante. Que en la capital el reino, sólo un par de personas sean de fiar mientras el resto es, directamente, repugnante no sólo es irreal si no también esclarecedor sobre la forma de ver el mundo que poseía el autor. Sabiendo de los intereses religiosos de MacDonald uno no puede dejar de pensar en la parábola del sembrador y en la idea de que muy pocas de las semillas dieron realmente fruto.
Ideas religiosas igual de intransigentes y un tanto utópicas no dejan de aparecer en el libro: el pecado mayor cometido por los habitantes de la capital es la avaricia, el afán de comerciar y sacar los mayores beneficios posibles a costa de todo. Una crítica directa contra la muy mercantil Inglaterra pero, me temo, con poco sentido en nuestros días.
Lo mismo puede decirse de la defensa acérrima del trabajo duro y la crítica feroz a la holganza, vista como el segundo de los grandes pecados del mundo. Esta es una idea muy protestante y muy victoriana (Kingsley, por ejemplo, incide en lo mismo en “Los niños del agua”) pero, de nuevo, un mensaje totalmente demode es estos tiempos de apología del hedonismo.
En cualquier caso, la visión triste y desesperanzada de la vida que presenta MacDonald (probablemente fruto de la muerte de alguno de sus hijos cuando todavía eran niños) acaba culminando en las últimas páginas del libro. Es cierto que Curdie y la princesa triunfan y reinan felices sobre el país, pero mueren sin hijos y la nueva monarquía acaba cometiendo los mismos errores del pasado y, esta vez, es castigada con cruel e inusitada dureza.
En cuanto a la influencia sobre Tolkien, el viejo profesor me perdone pero es muy evidente. Hay una clara influencia de orden moral y religioso (el católico Tolkien se pondría de los nervios con esta afirmación) reflejada en la defensa a ultranza de la redención aunque esta cueste sudar sangre (ahí esta Gollum), y en la crítica absoluta hacia la avaricia (el destino de la capital del reino y su corrupto último monarca recuerda un tanto a la destrucción de la ciudad del lago y la muerte de su gobernador en el “Hobbit”, en el mismo sentido está la figura de Smaug y Thorin “Escudo de Roble” muertos por la avaricia).
Luego hay una serie de escenas y episodios que recuerdan a otros de la obra de Tolkien. Curdie escondido en la bodega del palacio del rey, invisible a todos, recuerda a Bilbo en las bodegas del reino élfico del Bosque Negro. El rey envenenado por sus sirvientes más fieles que se recupera y vence a sus enemigos en una última batalla recuerda bastante el drama de Theoden y Grima, "Lengua de Serpiente". La figura de la dama mágica intemporal, sabia e indescifrable nos lleva directamente a Galadriel. Igual que en el caso de “La princesa y los trasgos”, de donde se podrían sacar ejemplos parecido, Tolkien usó, consciente o inconscientemente, mucho de la obra de MacDonald, lo que en si mismo no es malo ni bueno, simplemente recordemos que ningún escritor actúa sólo si no que todos cabalgan “a hombros de gigantes”.
En cualquier caso, igual que recomiendo encarecidamente “La princesa y los trasgos” como un gran libro sin paliativos no puedo menos que hacer lo contrario con “La princesa y Curdie” una obra totalmente decepcionante.