¿Existe una forma de escribir femenina y otra masculina? ¿Hay una literatura para hombres y otra para mujeres? ¿Se refleja esto en la literatura fantástica de alguna forma?
Estas son preguntas difíciles de responder y que llevan vertebrando cierto tipo de debates desde hace decenios. En principio, no es raro encontrar a numerosos escritores y críticos que negarán estas diferencias y que sostendrán que un buen autor debe ser capaz de describir la psicología femenina o masculina completamente al margen de su propia identidad sexual.
A este respecto podríamos poner ejemplos célebres como los de Clarín, Flaubert o Tolstoi, creadores de algunos de los personajes femeninos más fascinantes de la historia (la Regenta, Madame Bovary o Ana Karenina), pero que fueron igualmente hábiles a la hora de crear caracteres masculinos (el sacerdote arribista de Clarín, los Bouvard y Pecuchet de Flaubert o cualquiera de los protagonistas varones de “Guerra y Paz” de Tolstoi).
De la misma forma, se podrían presentar ejemplos parecidos entre escritoras como Emily Bronte o Emilia Pardo Bazán, famosas por sus mujeres de ficción, pero igualmente capaces de crear roles masculinos impactantes (el Heatcliff de “Cumbres borrascosas”, el sacerdote cobarde de “Los Pazos de Ulloa”).
Y, sin embargo, una escritora como Doris Lessing ha sido premiada con el Nobel por su “escritura feminista” (en palabras de la Academia Sueca) y, dentro del mundo de la literatura fantástica, todo el mundo reconoce la existencia de una cf feminista con gente como Joanna Russ o Ursula K. Leguin a la cabeza.
Así pues, el debate está abierto y la lectura de libros como “La Eva Fantástica” puede ser una buena herramienta para clarificar conceptos.
En principio, asumir la tremenda calidad de casi todas estas mujeres literatas que Molina Foix recoge, y que evidencian que calidad y escritura no son privilegio de ningún sexo ni género. Debido a los gustos personales del recopilador, la mayoría de las autoras de este libro son decimonónicas, con apenas unas pocas que se adentran en el siglo XX. Igualmente, la principal temática es el terror y la fantasía más o menos oscura, desapareciendo casi totalmente la cf de la escena, lo que es una pena visto la cantidad y calidad de autoras que han cultivado este género (aunque no es menos cierto que lo han hecho en fechas posteriores a las que se manejan en este libro).
A lo largo de sus páginas alternan artistas famosas (Mary Shelley, Elizabeth Gaskell, George Sand, Vernon Lee, Emilia Pardo Bazán, Virginia Woolf, Leonore Carrington, Shirley Jackson, Muriel Spark, Isak Dinesen, Rosa Chacel, Patricia Highsmith) con ilustres desconocidas (Mrs. Crowe, Amelia Edwards, Mrs. Ridell, Edith Nesbit, Mrs. Molesworth, Sarah O. Jewett, Everil Worrell, Elizabeth Bowen). A este respecto, es de destacar como, a medida que avanzamos en la cronología, el número de desconocidas disminuye, paralelo a los avances del movimiento de liberación de la mujer.
De igual forma, es abrumador el número de autoras anglosajonas, por sólo una francesa y dos españolas (estas últimas, probablemente, incluidas por la nacionalidad del recopilador), lo que también tiene su lógica, si tenemos en cuenta que Inglaterra, y sus colonias, junto a E.E.U.U., fueron los países donde primero y con más fuerza lucharon las mujeres por sus derechos, sin olvidar que son, también, las naciones que poseen una mayor tradición de literatura fantástica en los dos últimos siglos.
Por todo ello, es posible rastrear la evolución de la identidad femenina en el mundo de las letras desde un doble punto de vista, el profesional y el temático. Y ambos casos dan más de una sorpresa.
Desde el primer punto de vista, en el siglo XIX se consolida la figura del escritor como profesional que vive de su obra, y aunque un puñado de grandes autores pueden dedicarse a la “alta literatura”, no es menos cierto que la gran mayoría sobreviven escribiendo obras de género. A este respecto, el terror es uno de los más demandados y junto a nombres como Sheridadn Le Fanu o M. R. James también aparecen los de Mrs. Riddell o Vernon Lee. Y, sin embargo, las cosas no son iguales para hombre y mujeres. De las once autoras decimonónicas que aparecen en el libro, sólo tres (Mary Shelley, George Sand y Emilia Pardo Bazán) consiguieron la consagración en vida, no sin muchos problemas, oposiciones y escándalos, las demás sobrevivieron de mala manera y, pocas veces, lograron el reconocimiento de sus colegas varones (con la posible excepción de Elizabeth Gaskell y Vernon Lee).
Es significativo que varias de ellas eligiesen seudónimos, masculinos la mayoría (George Sand, Vernon Lee), aunque con excepciones (Elizabeth Gaskell), y otras publicasen con el apellido de su marido (Mary Shelley, Mrs. Riddell, Mrs. Molesworth), lo que no deja de ser chocante si tenemos en cuenta que en el caso de Mary Shelley, esta sobrevivió 30 años a su esposo, y en que Mrs. Molesworth se separó de su pareja y vivió de forma independiente la mayor parte de su vida.
Pero no son las únicas injusticias ni las más llamativas. Algunas de estas autoras eran diletantes que nunca vivieron de su escritura sino de sus rentas o sus esposos (caso de la Gaskell), otras se vieron empujadas a escribir debido a la ruina económica de sus maridos (como la Riddell) y otras, especializadas en relatos, jamás vieron publicada su obra en forma de libro a pesar de su calidad (como le ocurrió a Amelia Edwards).
Como decía, a medida que nos adentramos en el siglo XX, las cosan mejoran y las mujeres escritoras pueden codearse sin tantos problemas dentro de este mundo masculino, aunque vidas tan dramáticas como la de Virginia Woolf o el uso de seudónimos masculinos (Isak Dinesen, alias la baronesa Karen Blixen) indican que nos hallamos lejos de una situación ideal.
En cuanto a los cuentos propiamente dichos, uno podría preguntarse si, realmente, la condición de mujer de estas autoras ha hecho que escribiesen de una forma diferente a sus colegas masculinos, o si han utilizado su literatura como forma de reivindicar su condición femenina. Y aquí es donde las sorpresas abundan.
Muchas de estos relatos son absolutamente idénticos a los escritos por hombres. El género de sus autoras brilla por su ausencia y, en ocasiones, repiten los mismos estereotipos denigrantes sobre las mujeres que cualquier escritor varón. Esto resulta especialmente llamativo en el caso de Mary Shelley, hija de una de las pioneras del feminismo y que en su juventud vivió totalmente al margen de las reglas sociales de su época, pero también se repite en casos como el de Elizabeth Gaskell o Emilia Pardo Bazán.
En otros casos la cosa es aún peor, si cabe. Hay varios relatos del XIX de esta antología donde no hay prácticamente ningún personaje femenino, donde sólo los hombres pueblan las páginas y las mujeres parecen tan exóticas como un alien. Es el caso de las contribuciones de George Sand, Mrs. Crowe, Amelia Edwards, o Mrs. Riddell.
Hay varias explicaciones posibles para esta situación. Muchas de estas autoras vivían de sus escritos (mal pagados generalmente) y mantenían con su esfuerzo a sus familias (caso de Shelley y Riddell), por tanto intentar ir contra las leyes de mercado de su época habría sido suicida. Sin embargo, otras escritoras (como George Sand, Pardo Bazán o Gaskell) estaban lo suficientemente consagradas, o gozaban de la suficiente riqueza, como para no tener en cuenta estas consideraciones. Su conducta, por tanto, tendría más que ver, probablemente, con su deseo de competir con sus compañeros masculinos de profesión en pie de igualdad, siendo capaces de escribir sobre los mismos temas que ellos a pesar de su condición de mujeres. En este sentido, la polémica que vivió en España Pardo Bazán respecto a la importancia del Naturalismo como estilo literario me parece significativa.
Y, sin embargo, a pesar de todo, tímidamente, o bien de forma sutil, algunas escritoras van dejando su impronta y lanzando pequeñas cargas de profundidad contra los roles masculinos. Edith Nesbit presenta una mujer que, aunque con un papel secundario de víctima, ya es independiente desde el punto de vista laboral. Vernon Lee, en cambio, se especializa en un tipo de cuento sobre “mujeres fatales” en los que los hombres ocupan el papel de seres débiles y víctimas propiciatorias, cuentos que, en el fondo, pueden verse como una sibilina forma de venganza respecto a la opresión machista. Mrs. Molesworth, en cambio, presenta un cuento de fantasmas con misterio incluido en el que el único personaje con sentido común, y que a la larga acaba resolviendo el problema, es una mujer (joven, por añadidura). Finalmente, Sarah O. Jewett presenta el primer cuento en el que ya no aparece ningún hombre.
Cuando leemos, en cambio, a las autoras del siglo XX la situación cambia totalmente. En algunos casos se mantienen situaciones de antaño, como el de la “mujer fatal” como encarnación de la venganza femenina (caso de Everil Worrell). En otros un rabioso feminismo hace presencia, probablemente de forma más explicita en la crítica a costumbres sociales degradantes para las mujeres, trufada de humor negro, que escribe Leonora Carrington. Pero también en oscuros relatos donde el hombre aparece como un ser violento y amenazador, más terrible que cualquier fantasma, monstruo o demonio. Son cuentos que hablan directamente de un tema tan, por desgracia, de actualidad como la violencia de género y que, además, suelen presentar a mujeres fuertes e inteligentes, junto a hombres violentos pero, en el fondo, más débiles que ellas. Elizabeth Bowen escribe el cuento más tenebroso al respecto pero Muriel Spark, en cambio, consigue que, a pesar de su muerte, la protagonista de su historia acabe al final triunfando.
Tampoco podemos olvidar ese tipo de cuentos que, por su enfoque, pueden calificarse de femeninos, preñados de una sensibilidad y estilo muy difícil de encontrar entre los escritores varones. No son relatos para mujeres (personalmente los he disfrutado sin ningún complejo) si no entendidos desde una óptica femenina que los hace distintos y que, por lo tanto, compiten de una forma diferente pero muy efectiva con los autores masculinos que escriben desde un punto de vista, digamos, más viril. Virginia Woolf e Isak Dinesen son autoras que demuestran que esa otra mirada no sólo es posible sino necesaria.
Por último, hay un puñado de escritoras (Shirley Jackson, Rosa Chacel, Patricia Highsmith) para las cuales la lucha hombre-mujer parece cosa del pasado, algo totalmente superado. Sus cuentos no poseen ningún atisbo de reivindicación, feminismo ni enfoque femenino, son autoras que, en este sentido, escriben igual que sus colegas del XIX como Gaskell, Shelley o Riddell. Sin embargo, lo que para sus antecesoras era casi obligación para ellas se ha convertido, con toda seguridad, en opción personal, en un ejercicio de libertad impensable hace sólo un siglo (de hecho Jackson posee obras que encajarían perfectamente en los otros apartados anteriormente expuestos).
Por tanto, volvamos a la pregunta del principio ¿Existe una forma de escribir masculina y otra femenina? Pues, como es habitual en mí, que odio las respuestas categóricas, depende. Se puede escribir de una forma femenina como Woolf, o con intención feminista como Carrington pero también se puede escribir como la haría un hombre, como Shelley o Highsmith. Y es que, a la larga, y ya dentro de este siglo XXI, quizá lo importante no sea tanto el mensaje del autor/autora como la calidad de lo que está escribiendo. Y ahí, me temo, ningún género tiene el monopolio.
En cuanto a los cuentos propiamente dichos, hay que reconocer que estamos ante una antología de gran calidad, con un buen puñado de cuentos de los que dejan huella y, muchos de ellos, poco conocidos.
De Mary Shelley aparece una de sus obras más conocidas “El mortal inmortal”, un cuento magnífico sobre la inmortalidad donde las brumas góticas van dejando paso a la ciencia ficción.
“El relato del oficial holandés” de Mrs. Crow es un perfecto cuento de fantasmas en la más rancia tradición británica.
“El cuento de la vieja niñera” de Elizabeth Gaskell va en la misma dirección pero consigue crear una atmósfera de horror digna del mejor Le Fanu.
“El coche fantasma” de Amelia Edwards recuerda a Dickens a la hora de crear un cuento sobre aparecidos técnicamente perfecto.
“El órgano del Titán” de George Sand es un poco más peculiar que los anteriores. Cercano a la fantasía más que al terror y con una explicación lógica pausible gana enteros cuando la autora se centra en la descripción evocadora y fantasiosa del paisaje.
“Sandy el calderero” de Mrs. Riddell es un ejemplo de cómo una buena artesana es capaz de crear, con las herramientas de la escritura más popular, un pieza tan bella como perturbadora.
“De mármol, tamaño natural” de Edith Nesbit es una de las cumbres del volumen, con un tenue aire lovercraftiano, la autora logra poner los pelos de punta a más de un lector con el bien dosificado suspense del final del relato.
“La voz maléfica” de Vernon Lee es, como ya he mencionado, el típico ejemplo de venganza sobre el género masculino. Aunque en este caso el hecho de que el vengador sea un hombre (igual de depredador con las mujeres) desvirtúa un poco las intenciones habituales de la autora, no es menos cierto que su ambientación en una Venecia decadente y la idea de que el pasado puede afectar gravemente al presente, son típicas en su producción.
“La sombra a la luz de la luna” de Mrs. Molesworth es otro de los grandes cuentos del libro, aparentemente, una historia sobre casas encantadas pero, también, un relato-trampa, con truco. A destacar la encantadora y perspicaz protagonista.
“La gemela de la reina” de Sarah O. Jevett es un relato mainstream bastante costumbrista y centrado en el paisaje y las gentes de Maine. Eficaz y bello en ocasiones reconozco que no me ha entusiasmado.
“Hijo del alma” de Emilia Pardo Bazán es una de sus creaciones más famosos y, quizás, uno de los mejores cuentos españoles de fantasmas.
El brevísimo “Una casa embrujada” de Virginia Wolf es más un poema en prosa que un cuento que me ha dejado un tanto frío.
“El canal” de Everil Worrell es una perturbadora y original historia de vampiros, un tanto fallida pero llena de sorpresas.
“La debutante” de Leonora Carrington es un breve cuento cruel lleno de humor negro que juega con el absurdo y el surrealismo para socavar una de las bases de la sociedad victoriana: los bailes de debutantes.
“El amante demonio” de Elizabeth Bowen es una historia fría, desagradable, que recrea un destino tan ominoso como inevitable. El marido maltratador aparece aquí retratado como un horror que supera al de cualquier figura clásica de la literatura de miedo.
“La lotería” de Shirley Jackson es otro de los relatos famosos de esta antología. Con todo, su presencia aquí es tan inevitable como obvia. Si hubiera que hacer un top ten de los mejores cuentos de la historia sin duda este estaría entre los elegidos. Sencillamente perfecto.
“Los caballos fantasmales” de Isak Dinesen es una historia un tanto confusa y de complejidad innecesaria pero, también, un eficaz retrato de la niñez, en ocasiones, la más terrorífica de las edades.
“Icada, Nevda, Diada” de Rosa Chacel es el típico relato filosófico y denso que no gustará a muchos lectores deseosos de piezas más ligeras y comprensibles (aclaro que me encuentro en ese grupo más que en el de sus defensores).
“Portobello Road” de Muriel Spark es, quizás, la mejor historia de todo el libro. Narrada en primera persona por una fantasma, su venganza contra su asesino (hombre) es tan justa como bien narrada, con un estupendo elenco de personajes muy bien trazados donde sobresalen esas mujeres independientes y alegres y esos hombres tan débiles como inmorales.
“En plena temporada de la trufa” de Patricia Highsmith es otro cuento no exactamente fantástico. Pertenece a su serie de animales asesinos y posee ese humor seco y negrísimo con el que la Highsmith retrata los crímenes de sus obras. Aunque este feo decirlo reconozco que me ha parecido divertido, muy divertido.
En fin, al margen de debates sobre la literatura y el género, una de las mejores antologías de relatos de terror (y algo más) que he leído.