Charles Kingsley es un autor relativamente desconocido para le lector español a pesar de que en su país está considerado como uno de los grandes escritores de literatura infantil del XIX, a la altura de Lewis Carroll o George McDonald. “Los niños del agua” es su novela más famosa y, me atrevería a decir, estamos ante una de las mejores obras de fantasía que se escribieron en el XIX.
Kingsley no deja de resultar alguien tremendamente británico, casi hasta la caricatura, y, por tanto, con una serie de rasgos extravagantes que chocarán al lector hispano. En principio fue uno de los líderes del socialismo cristiano, una idea en sí tan contradictoria y absurda que sólo en Inglaterra podía llegar a convertirse en un movimiento de masas. Por otro lado tenía una auténtica obsesión con la higiene personal como forma de paliar la mortalidad entre la clase obrera. Además se le nota una gran fascinación por el estudio de la naturaleza y la teoría de la evolución, sin olvidar que también sufre algunos de los prejuicios que todo buen inglés padecía en la época victoriana (moralidad un tanto pacata, racismo anti-irlandés).
Podría parecer que con todos estos mimbres sería imposible crear una novela mínimamente lógica o interesante. Nada más lejos de la realidad, “Los niños del agua” (1863), resulta un libro atractivo, bien construido y muy divertido. Quizá sea esta última parte el quid de la cuestión. Kingsley posee un refrescante sentido del humor y un cierto gusto por los juegos de palabras hilarantes y absurdos cercanos al surrealismo (este rasgo le acerca a Carroll). Además, lanza dardos muy certeros contra algunas de las contradicciones más flagrantes del modo de educar a los niños en la Inglaterra del XIX, críticas que, lejos de resultar obsoletas, en muchos casos siguen plenamente vigentes.
Con todo, el apartado en el que Kingsley logra sus mejores páginas llega a la hora de describir los ríos y costas de su país. Se nota en estas líneas el profundo conocimiento que poseía el autor de los ecosistemas fluvial y marino, pero, también, el gran amor que sentía hacia la naturaleza, pintada de una forma evocadora y sugerente, con una fuerza tremenda que hace que más de un lector sienta ganas de correr hasta el arroyo más cercano en busca de truchas, salmones, libélulas, moscas de agua y demás fauna perfectamente descrita por Kingsley.
El libro presenta tres partes perfectamente diferenciadas. La primera es una suave pero ajustada crítica contra el trabajo infantil y las condiciones de vida de la clase obrera. Recuerda a un Dickens bien intencionado, gracias, entre otras cosas, a la presencia del niño protagonista, Tom el deshollinador, cercano a un Oliver Twist o un David Copperfield.
La segunda parte narra la mutación de Tom en un niño de agua y, como ya he indicado, es la mejor del libro con esas vividas y fascinantes descripciones de los arroyos y costas de Gran Bretaña.
La última parte recoge el viaje que emprende Tom para hacerse un hombre y resultar digno a los ojos de sus hadas protectoras. Esta es la parte más compleja y difícil, llena de simbolismos y filosofías que no encuentro muy al alcance de las mentes infantiles pero que, por otra parte, eran típicas de esta época y son muy parecidas a elucubraciones similares debidas a, por ejemplo, todo un George McDonald.
En cualquier caso, “Los niños del agua” representa una gran lectura original y sorprendente. Algunos de sus aspectos pueden resultar molestos para el lector actual, esa burla continua hacia los irlandeses; la moralina final, compendio de todo el libro, en la que se hace un encendido elogio del trabajo duro y una dura crítica del ocio; o la sensación que se tiene de que la clase trabajadora es culpable de sus propios males mientras que la élite dirigente está formada por bondadosos señores que poco pueden hacer frente a los malos modales de la chusma (sólo hay que ver como se presenta a Grimes, el deshollinador jefe de Tom, y a Sir John Harthover, el señor rural de la comarca).
Son estos males inherentes a una época y a una ideología muy precisa pero que, una vez asumidos, en ningún momento empañan el buen hacer y la alegría natural que llenan las páginas de este libro.
Por último, no puedo menos que felicitar al traductor, Bernat Pujadas, que resuelve de forma brillante la muy complicada labor a la que se enfrentaba con este libro, nada fácil de trasladar al español por la cantidad de vocabulario específico de biología que presenta y por los enrevesados juegos de palabras con los que Kingsley satura el texto. Un trabajo muy bien hecho.