jueves, junio 01, 2006

Las Edades de la Luz de Ian R. MacLeod


En una entrada anterior, meses ha, comente lo mucho que me había gustado la novela corta de Ian R. MacLeod “Musgo de vida” (aprovechen a comprársela ahora que Robel ha saldado y sale por cuatro perras) e hice la promesa pública de seguir a este inglés que parecía que iba a continuar siendo publicado en nuestro país.
Bueno, pues aquí tenemos al fin una novela suya y debo reconocer que “Las edades de la luz” me ha gustado mucho más que “Musgo de vida”.
Sinceramente, y por muy friki que sea, reconozco que es una pena que un libro como este haya sido publicado por una editorial de género como es La Factoría de Ideas. “Las edades de la luz” es un título cuyo estilo y temática serán más del gusto de los lectores maisntream que de los más endogámicos fandomitas. Publicado en la colección Solaris corre el riesgo de no llegar a su público, ya que tengo mis dudas de que un lector de cosas más “serias” se acerque a las estanterías de una librería marcadas por los terribles rótulos de Fantasía y Ciencia Ficción. Y temo también que los lectores habituados a dragonadas rutinarias y brillantes naves espaciales que se enfrentan unas a otras con rayos láser en el espacio profundo sean capaces de apreciar las virtudes de un libro tan exquisito como este.
En fin, que me veo obligado a la fea necesidad de hacer proselitismo y buscar conversos pero, de verdad, este libro lo merece.
Mucho se ha hablado en los últimos años sobre la renovación de la fantasía a raíz de la publicación de las sagas de Sapkowski y Martin. Seamos un poco serios aunque ambas series me encantan personalmente veo su supuesta renovación de bastante corto alcance. Estilísticamente son libros que comparten una forma de hacer las cosas más llamativamente innovadora que real, puede que usen un lenguaje más crudo o que utilicen el subjetivismo del punto de vista de cada personaje como herramientas narrativas pero, a la larga, seguimos ante historias contadas a un ritmo desenfrenado, donde la acción casi siempre cede su sitio a la reflexión.
Otra cuestión que también se ha alabado de estos libros es su realismo sucio, su veracidad a la hora de contar lo horrible que puede ser una guerra o lo poco escrupulosa que es la política. Igualmente se ha ensalzado la facilidad con que los protagonistas supuestamente intocables desaparecen de la escena sin concesiones para la sensibilidad del lector.
Y todo esto es cierto, que duda cabe, pero, repito, son más fuegos de artificio que algo real y auténtico. Por que, a la larga, lo que realmente define a la fantasía como género es su ambientación, el tipo de historias que cuenta y tanto en las aventuras de Geralt de Rivia como en los enfrentamientos entre Stark y Lannister nos seguimos encontrando con un paisaje que se ha convertido en un fósil casi inamovible: ambientación medieval, batallas decisivas, historias contadas desde el punto de vista de los poderosos, magos invencibles, poderes oscuros de enorme maldad... Ya no es que las cosas no hayan cambiado en exceso desde Tolkien a Sapkowski es que no hay grandes cambios desde Morris hasta Martin.
Por eso esta obra de McLeod resalta de una forma tan llamativa respecto a otros títulos, porque en ella si que hay una renovación auténtica y verdadera. Y, ojo, una renovación en la que se siguen utilizando muchos de los recursos habituales del género fantástico, aquí también hay dragones, magos poderosos, un mal que amenaza al mundo, razas fantásticas, mucha magia y un protagonista que emprende una búsqueda pero todo lo demás es radicalmente nuevo.
En primer lugar, el estilo del libro es profundamente diferente a todo lo demás que se está publicando dentro de este género. En “Musgo de vida” señalé que MacLeod parecía tener querencia por los tempos lentos. Bueno, esa querencia alcanza aquí su máxima expresión y, me temo, puede resultar agotadora para más de un lector que busque que las cosas vayan rapiditas. “Las edades de la luz” es un libro largo, 370 páginas no parecen muchas pero la Factoría, en una decisión deplorable, ha elegido un tipo de letra minúsculo que entorpece claramente la lectura pero que, seguramente, ha conseguido abaratar costes y evitar que el libro se fuese hasta las 600 o 700 páginas. Repito que el tipo de letra es una canallada que va a echar para atrás a mucha gente pero, siendo optimista, también es verdad que nos ha evitado que el libro aparezca editado en dos volúmenes.
En cualquier caso, si a uno le puede costar seguir la lentitud del ritmo en 70 páginas que no será en algo 10 veces más largo.
Pero, hay que reconocer, que ese estilo característico de MacLeod es uno de sus principales atractivos ya que nos permite sumergirnos en bellas descripciones paisajísticas, hábiles presentaciones de personajes y fascinantes exploraciones de la psicología de los habitantes de este libro.
En cuanto a la historia que nos cuenta, esta está totalmente alejada de la ambientación habitual del género, aquí no hay Edad Media de rutilantes caballeros, estamos en pleno siglo XIX de Revolución Industrial, lucha de clases, burguesía aplastante y revolución del proletariado. Un libro que es un cruce entre Marx, Dickens y “El Señor de los Anillos”.
La base del razonamiento de MacLeod es tan impecable como original. Muy bien, hay magia, pero la magia por si misma no evita el avance de la tecnología sino que puede ser utilizada por esta como una peculiar fuente de energía que permita el funcionamiento de todo tipo de artilugios. De esa manera, la Revolución Industrial es posible, solo que una Revolución Industrial “mágica” donde el carbón es sustituido por el éter, la auténtica fuente de la magia.
Y a partir de ahí podemos tener minas de éter, fabricas metalúrgicas donde el éter mueve la maquinaria, trenes de éter y, de una forma más mundana, bestias míticas como unicornios y dragones creadas a partir del uso de dicho material sobre animales más terrenos como caballos y lagartijas.
Por supuesto, si las cosas fuesen de esta manera, nos encontraríamos con que los magos que consiguen controlar el dichoso éter se acaban convirtiendo en la clase social más poderosa muy parecida a la burguesía decimonónica sólo que agrupada en todopoderosos gremios cuyo principal objetivo es el mantenimiento del status quo.
Y, claro, donde hay burguesía hay proletariado, obreros y lumpen, que deben de trabajar de forma penosa para que el éter siga fluyendo y los ricos magos puedan seguir dominándolos.
Obviamente, esta idea presenta algunos agujeros pero MacLeod es lo suficientemente listo como para enmascararlos de tal forma que uno no es consciente de sus existencia hasta que el libro está más que terminado.
Y otro de los aciertos del inglés es presentarnos el reverso tenebroso del éter que puede convertir a sus usuarios en extraños mutantes, repulsivos a los ojos del mundo, perseguidos como los brujos medievales y encerrados en instituciones similares a los manicomios decimonónicos que pueblan las páginas de los libros de Wilkie Collins o Charles Dickens.
Dentro de este mundo tan peculiar como cercano, MacLeod nos cuenta en primera persona la historia de su protagonista, Robert Borrows. Hijo de un minero del éter, que huye a Londres en busca de una vida mejor y que se ve envuelto en un amor imposible y una extraña investigación que pondrá al descubierto un terrible secreto que amenaza las bases de su mundo. Todo ello, como no, le llevará a convertirse en el líder de una revolución socialista tan inevitable como, a la larga, decepcionante.
Gran parte del encanto del libro es la habilidad y el realismo con que son descritos los ambientes tanto obreros como burgueses de esta Inglaterra alternativa. El pueblo minero de Bracebridge, las barrriadas chabolistas de las afueras de Londres, los barrios y mansiones burguesas se nos muestran de una forma tan conseguida que uno es capaz de oler el moho y la suciedad o de sentir el roce de la seda y el sabor del champán.
Otra de sus virtudes es el desencanto con que toda la historia esta contada. La revolución proletaria no va a poner fin a los males del mundo, el éter, que también puede ser visto como una brillante metáfora del capital, a la larga triunfa siempre y hace que el adagio de Lampedusa se cumpla de forma inexorable: “Cambiémoslo todo para que no cambie nada”.
Por las páginas de “Las edades de la luz” desfila una gloriosa cohorte de personajes tan entrañables como prototípicos: el obrero orgulloso de su labor y de su puesto en la sociedad, el arribista social, el lumpen que degenera en terrorista anarquista, el timador, el burgués empobrecido que busca la supervivencia, el desclasado (el propio protagonista del libro, Robert Borrows), el rico ingenuo que lucha por los derechos de los obreros y queda en tierra de nadie y otros muchos que parecen sacados de la “Comedia Humana” de Balzac.
Y, por supuesto, esa impresionante descripción de la revuelta obrera basada en el cartismo inglés de 1848 y en la revolución rusa de febrero de 1917 que hacen que a uno de le encoja el corazón leyendo esos pasajes.
En suma, un libro apasionante, emotivo, raro en el panorama fantástico actual y realmente renovador que nadie debería de perderse, friki o no.