jueves, febrero 26, 2009

Philip Jose Farmer (1918-2009)


Era verano, era adolescente, había una piscina que iba a ser mi hábitat natural en los próximos dos meses, había un par de amigos (uno más joven, otro más mayor). No era un plan apasionante, mejor que el instituto pero, a la larga, un poco monótono. Afortunadamente, estaban los libros, libros de CF, por supuesto. La cantidad de ellos que llegamos a leer ese verano y otros similares, libros de Ultramar, de Bruguera, de Martínez Roca, de Nebulae. Libros de Asimov, de Clarke, de Matheson, de Dick, de Niven, de Aldiss…
Pero ese verano lo protagonizó una estrella especial, un libro que trajo mi amigo el que era un poco mayor que yo. Me hablo maravillas de él, me puso los dientes largos y, cuando lo liquidó, me lo pasó. Me dejó fascinado hasta extremos increíbles, luego le tocó al otro amigo, el más joven. Quedó igual de hechizado. El libro se titulaba “A vuestros cuerpos dispersos”, el autor era Philip Jose Farmer. Luego vinieron sus continuaciones en los veranos siguientes, “El fabuloso barco fluvial”, “El oscuro designio”, “El laberinto mágico”. Y luego vinieron sucesivas relecuras. Los tres debimos de leer la tetralogía una docena de veces (yo por lo menos lo hice), las distinciones que se hacen ahora sobre dos buenos primeros libros y dos malos segundos libros no las conocíamos, para nosotros todos eran igual de buenos. Sabíamos que debía haber más continuaciones y soñábamos con ellas. Pero, sobre todo, hablábamos del Mundo del Río, especulábamos sobre donde nos gustaría renacer (¿vikingos y neandertales? ¿romanos y cosacos?) y, en ocasiones, nos atrevíamos a asegurar que, quizá, en un futuro, los éticos llegasen a existir y a renacernos a todos.
Sí, lo sé, suena pueril, pero teníamos catorce años (o trece, o quince) y la CF nos había infectado a fondo. Le cogí cariño a Farmer y a esos libros, tanto que, cuando decidí hacerme con ellos y no tener que depender de la generosidad ajena, conseguí convencer a su dueño para que me vendiese precisamente aquellos ejemplares ajados y manoseados que habían pasado por tantas manos.
Me hice más mayor, perdí aquellas amistades, gané otras y, por supuesto, leí mucha CF y algo más de Farmer. Curiosamente, pocos de sus libros me llegaron a gustar tanto como los del Mundo del Río. La antología de relatos de ese título me pareció divertida pero un tanto decepcionante. “Los amantes” me encantó y sigo creyendo que es una gran novela de amor, intolerancia religiosa y primer contacto. Igual de mágicos me parecieron los relatos agrupados en “Relaciones extrañas”, raros, como solía ser lo que Farmer escribía, pero morbosamente interesantes. También disfruté con su faceta más experimental y provocadora (una agradable sorpresa), la de cuentos como “Jinetes del salario púrpura”, uno de mis preferidos de toda la CF.
Pero junto a estos descubrimientos siguieron decepciones tremendas: “Dioses del Mundo del Río”, a pesar de un par de escenas impactantes era una burla respecto a la saga anterior, “Las ballenas volantes de Ismael” o “El día que se detendrá el tiempo” eran aburridísimas. “Mundo infierno” un borrador de El Mundo del Río, y sus otras grandes sagas (Mundo de Día o el Mundo de los niveles) demasiado largas, demasiado repetitivas y demasiado incompletas en español.
Deje a Farmer de lado, y quizá hice mal, puede que libros como “Dare” o “Noche de luz” merezcan la pena, algún día me animaré a descubrirlo. Sí sé que hay algún inédito al que no me importaría echarle el diente: “River of eternity”, otra continuación del Mundo del Río (vale, de acuerdo, suena masoquista), “The green odissey” o “The unreasoning mask”. Puede que en el futuro alguien se anime a publicarlos (o, más bien, puede que no).
El cualquier caso, Farmer siempre estará en mi mente unido a un sentimiento de gratitud, gratitud por aquellos veranos de lecturas febriles bajo el sol abrasador de aquella piscina, veranos de conversaciones interminables sobre un detalle insignificante de la trama que, para nosotros, tenía un valor incalculable. Veranos, en fin, de la adolescencia, que se fueron y sólo quedan como un recuerdo grato empañado de nostalgia y melancolía. Veranos que, sin sus libros, hubieran sido mucho menos memorables. Gracias Philip Jose Farmer, y que navegues por el río de la eternidad en busca de aventuras sin fin.

sábado, febrero 21, 2009

Formador/Mecanicista: una Nueva Visión

El mecanicismo, que fue la filosofía subyacente a la visión científica ortodoxa hasta que Einstein y Planck demostraron su inexactitud en los fenómenos atómicos astronómicos, se basa en el análisis de la naturaleza descomponiendo los fenómenos en partes y trazando relaciones espaciotemporales entre las mismas. La hipótesis de trabajo es que los todos deben estudiarse descomponiéndose en partes y siguiendo las interacciones mecánicas de esas partes. Con esta visión se llega a un modelo en que el Universo es una máquina, un inmenso reloj cuyos engranajes infalibles hacen que todo marche a la hora precisa. El corolario de esta visión es que la máquina se mueve sin sentido y que, poco a poco, sus partes se diluirán en un océano de entropía, donde las partículas movidas al azar chocarán para nada, hasta detenerse en la muerte sideral del Universo frío que postula el segundo principio de Termodinámica.
Como alternativa a esta visión mecanicista la filosofía de la forma es una corriente de pensamiento que observa y postula la existencia de una tendencia mórfica en el Universo: desde el átomo a la galaxia, pasando por plantas y minerales, la materia adopta un repertorio de formas repetidas: espiral, círculo, poliedro, sinusoides, ramificaciones, simetrías, que mantienen distintos elementos componentes, en estructuras invariantes. La existencia de zonas de materia entrópica en el Universo está contrarrestada por zonas negentrópicas donde la materia se relaciona configurando estructuras que se conservan durante lapsos de tiempo considerables; las galaxias en forma de espiral, los sistemas solares que giran en elipses, las conchas y cuernos helicoidales; las simetrías de los vertebrados, las sinusoidales de los líquidos en movimiento, son ejemplos de la tendencia mórfica en el Universo, creadora de estructura: que el ojo percibe como formas, la matemática describe en fórmulas y la física sistematiza en leyes.
La diferencia entre ambos puntos de vista es importante porque conlleva una metodología de trabajo diferente; para los mecanicistas lo primordial es el análisis de los todos en partículas elementales y sus leyes de movimiento. Para los morfologistas lo primordial es la forma, es decir, las leyes de ocupación espacial de la materia organizada en conjuntos complejos. Donde los mecanicistas se ocupan en descomponer para definir partículas elementales, los morfologistas se ocupan en comparar para definir una tipología de formas elementales; y donde los mecanicistas usan un pensamiento lineal-temporal relacionando de causa a efecto la interacción de partículas y masas según leyes de movimiento, los morfologistas emplean un pensamiento por analogía, isótropo-espacial, relacionando la interacción de partículas y masas por isomorfismo, según leyes de configuración espacial de los todos. Para los mecanicistas la unidad básica de explicación es el átomo más simple de materia o energía en que se pueda resolver un conjunto; para los morfologistas la unidad de investigación es una acción, es decir, un proceso. Notemos aquí que esta forma de pensamiento espacial y analógica de los morfologistas, diferentes a la temporal y causal de la física clásica, es la usada también por los filósofos taoístas chinos, y quizá en esta analogía transcultural entre morfologistas y taoístas esté la causa profunda de la intrigante similitud entre los paisajes de fondo de Leonardo Da Vinci y los paisajistas chinos. Al pensar por acciones o procesos, en vez de por partículas elementales, los chinos, en su lenguaje, no tienen sustantivos (que son el correlativo semántico de las partículas estables) sino verbos, que son el correlativo semántico de acciones o procesos. Esta enorme diferencia en el modo de ver el mundo entre morfologistas chinos y mecanicistas griegos ha pasado a los lenguajes de Asia y Europa y, a su vez, al estar incrustada en el propio lenguaje, que es el instrumento de pensar, ha condicionado, desde la misma base instrumental, la forma de ver el mundo de las generaciones sucesivas de europeos y chinos.
Ambas visiones son complementarias puesto que la mecanicista remarca el principio de causalidad y la variable tiempo, y la morfologista el principio de analogía y la variable espacio; una piensa en sustantivos y la otra en verbos. Dado que ambos enfoques han sido útiles en la comprensión del Universo, el único problema reside en no confundir el ámbito de su aplicación, y, sobre todo, en no pretender la vigencia universal de una, en exclusión de la otra, como ha sucedido al imponerse científicamente el paradigma mecanicista. Parece que entre una y otra escuela, entre ambas visiones del mundo, se da un principio de dualidad como en la materia que es, a la vez, partícula y onda; el Universo es, a la vez, mecanicista y morfologista, funciona tanto por causalidad temporal como por analogía espacial.
Contra la tendencia entrópica hacia el desorden aleatorio que postulan los mecanicistas, los morfologistas sostienen una tendencia mórfica que genera orden; ambas son visibles en el mundo que nos rodea. Cuál de ambas tendencias está más generalizada es algo aún sin decidir, y por ello el debate entre las dos escuelas continúa abierto, alineándose en él los pensadores, más según su temperamento y juicios de valor subjetivos, que por convicción objetiva, que ni los unos ni los otros han logrado todavía aportar. Temperamentos especialistas, racionalistas y analíticos suelen ser mecanicistas; caracteres imaginativos, generalistas y sintéticos, morfologistas. Es significativo notar que personalidades del carácter de Leonardo Da Vinci y Goethe, aunque conocen y utilizan el método mecanicista, se inclinan, en su visión del mundo, por el pensamiento morfologista. La filosofía de la forma es el modo de pensar de los hombres universales. El concepto de mutabilidad propuesto por los humanistas del Renacimiento, comprobado empíricamente por Darwin, requiere un método científico no mecanicista, sino más próximo a la morfología. Desde un punto de vista mecanicista, la evolución no puede darse; no hay nada que evolucionar puesto que cualquier conjunto de relaciones exteriores o estructuras es tan deseable como cualquier otro. Solo puede haber cambio, sin propósito y sin progreso. Contrariamente, la evidencia evolutiva señala la aparición de organismos complejos a partir de estados antecedentes menos complejos. Según la teoría mecanicista, lo que dura son sustancias como materia o electricidad; según la teoría morfológica lo durable son estructuras de actividad y lo que evoluciona son estructuras. Las células del labio se renuevan, la forma del labio perdura. El estructuralismo contemporáneo considera la estructura o posiciones relativas de los elementos como más fundamental que los elementos o partículas materiales constituyentes, en las cuales se centraban los mecanicistas y a las cuales tomaban como invariantes. El edificio del pensamiento mecanicista, tal como lo diseñaron los griegos, y lo desarrollaron Galileo, Descartes y Newton, se construye con elementos estáticos, conceptos que designan esencias fijas o inmutables, átomos, que son diminutas partículas de materia indestructible. La física moderna ha puesto en entredicho esta concepción al descubrir que los invariantes de la naturaleza son estructuras y no átomos; incluso se ha negado la existencia de partículas materiales, afirmando Einstein que "las partículas son un modo conveniente de agrupar sucesos».
La Filosofía de la Forma se centra en una búsqueda de unidad en la diversidad y continuidad en el cambio. Unidad y diversidad son aspectos necesarios de cualquier orden inteligible, un término implica el otro; unidad sin diversidad es identidad; diversidad sin unidad es caos. La continuidad en el cambio está implícita en la idea de proceso; el cambio se reduce a orden cuando se reconoce la forma del proceso. La búsqueda intelectual se centra por tanto en la unidad en la diversidad y la forma del proceso. Ahora bien, la unidad de la naturaleza puede darse en formas estáticas o en formas de proceso. Durante la fase más temprana de su desarrollo, el intelecto se sentía más capacitado para pensar en conceptos estáticos, y Platón hizo de esta tendencia una elección decisiva para el pensamiento europeo. Por el contrario, en el evolucionismo y estructuralismo, versiones contemporáneas de la filosofía de la forma, lo primario es el proceso en vez de la sustancia o concepto estable, y el orden de la naturaleza se busca en la existencia de una tendencia mórfica, es decir, una forma en el proceso, ondas repetidas en el río de Heráclito. Las partículas fluyen río abajo, pero las olas se repiten, debido a las leyes de relación entre partículas. La naturaleza se ve como una unidad de proceso en una diversidad de estructuras.

Este texto pertenece a una biografía sobre Leonardo Da Vinci escrita por Luis Racionero, pertenece a un capítulo inicial titulado "La Filosofía de la Forma". La tesis de Racionero, alrededor de la cual gira todo el libro, es que Leonardo Da Vinci fue un morfologista puro.
Coloco este texto aquí, un poco largo lo reconozco, por qué me parece un resumen magistral de las dos formas de afrontar el universo y la vida de los formadores y los mecaniscistas de la novela "Schismatrix" de Bruce Sterling (y los relatos correspondientes). Por supuesto, Sterling no lee a Racionero, pero, indudablemente, ambos parten de una fuente similar. Me gustaría saber cual, pero la bibliografía de esta biografía deja un tanto que desear. Con todo, me parece un texto bello e interesante y que arroja una nueva luz sobre la obra de Sterling. Por cierto, y para acabar, servidor es más bien mecanicista, que le vamos a hacer.

martes, febrero 17, 2009

Nace Prospectiva

Harlan Ellison dijo de "Visiones Peligrosas" con un poco de suerte esto no va a ser un libro, va a ser una revolución. Lo mismo puede decirse de este nuevo proyecto, con un poco de suerte no va a ser una página web más si no una auténtica revolución. Detrás del proyecto hay mucha gente, muy seria y muy curtida en lides fandomitas, internautas y demás. Espero de corazón que en un tiempo Prospectiva se convierta en un auténtico punto de referencia para todos los aficionados a la ciencia ficción que leen y piensan en español. Dejo el enlace correspondiente a la derecha, como es usual y, una vez más, animo a todo el mundo a visitar este nuevo sitio que, realmente, está muy bien hecho y planteado y lleno de contenidos interesantes. Y, sí, soy uno de los colaboradores y cosas mías saldrán (de hecho ya están saliendo) en esta página. En fin, que haya suerte, modestamente, creo que el proyecto se la merece.

lunes, febrero 16, 2009

Un Blog Amigo

Rebeca Tabales es, según sus propias palabras, una pequeña escritora. Me apresuro a decir que esta opinión no la comparto en absoluto. Por algo habrá ganado el último premio de Novela Ateneo Joven de Sevilla con "Eres bella y brutal".
En cualquier caso, Rebeca es una de las visitantes habituales de esta bitácora y, dejándose tentar por este peculiar vicio, ha abierto su propio blog que se llama igual que ella. Lo recomiendo desde ya, apenas tiene un par de entradas (esperemos que crezca) pero son bastante jugosas si te gusta la literatura. Coloco el enlace correspondiente en el lateral, echarle un vistazo, merece la pena.

domingo, febrero 15, 2009

"El Judío Errante" de Eugéne Sue


El folletín fue uno de los muchos hijos putativos del Romanticismo y uno de los múltiples padres del Realismo. Fue, también, un género abrumador e inabarcable que triunfó en los años centrales del XIX y donde los franceses reinaron casi sin competencia.
Si hay que hablar de una cuadruple corona del folletín galo, hay que hablar de Dumas, Féval, Ponson Du Terrail y Sue. Cierto, hubo otros muchos, pero estos cuatro son los que aún siguen siendo publicados y leídos (los tres últimos tampoco en exceso, todo hay que decirlo), si bien, la fama de Dumas ha eclipsado mucho a la de sus colegas.
El folletín fue un género de una temática multiforme y donde los rasgos definitorios hay que buscarlos más en el estilo, en esa pasión por la aventura, el enredo bizantino, la casualidad como motor de la vida, las desmesura, lo inverosímil, la multiplicidad de los personajes, la bondad y la maldad más extremas, lo aberrante y lo curioso. Todo eso caracteriza al folletín y no tanto el que tratase temas históricos (como la mayoría cree debido al éxito de “Los tres mosqueteros”). En efecto, hay un folletín histórico, pero también lo hay ambientado en el presente, de índole policíaco y/o de misterio, y, como no, también hay un folletín fantástico.
Eugéne Sue (1804-1857), con el permiso de Dumas, fue el más famoso folletinista de su época. Hijo de un médico militar francés de la época napoleónica, médico él mismo, viajó como cirujano naval durante un tiempo antes de dedicarse a la literatura. Sus primeras obras tuvieron, como era de esperar, una ambientación marinera y aventurera pero sólo alcanzó el éxito (eso sí, abrumador) tras la publicación de sus dos grandes novelas: “Los misterios de París” (1842-43) y “El judío errante” (1845). El periódico que tuvo a bien editarlas vivió un éxito sin precedentes y multiplico por veinte su tirada, Sue se hizo rico pero, a pesar de publicar unos cuantos libros más, no volvió a repetir semejante jugada.
Las dos novelas poseen características muy similares, quizá la más destacable sea el gusto por la descripción tremendista de los bajos fondos de París, pero sólo “El judío errante” puede clasificarse como obra fantástica.
Clute, en su “Ciencia Ficción. Enciclopedia Ilustrada “, señala que “Los misterios de París” influyó en la CF al mostrar una ciudad laberíntica y satánica, donde los sueños de la industrialización se convierten en pesadillas. Algo de esto hay, que duda cabe, quizá “Metrópolis” de Fritz Lang y Thea von Harbou sea una lejana heredera de Sue, pero, igualmente, hay un buen puñado de escritores realistas y naturalistas, mucho mejores que el folletinista que nos ocupa, que también se encargaron de describir a la ciudad industrial con tintes monstruosos (Zola, Balzac y, especialmente, Dickens y Collins, muy folletinescos ellos).
En cuanto a “El judío errante”, se trata de una novela fantástica de una forma un tanto tangencial. Cierto que el eje de la historia gira alrededor de la leyenda del judío que se negó a socorrer a Cristo y fue maldito por él a vagar toda la eternidad, pero en las casi mil páginas que forman este libro, este personaje apenas aparece en un 10 % de las escenas, y sus cualidades mágicas y/o fantásticas son totalmente infrautilizadas por el autor. De hecho, el personaje del judío errante guarda algunas similitudes con el centenario de Balzac, y no es descabellado suponer que Sue se inspirase en esa novela gótica para elaborar a su protagonista. Sin embargo, aquí acaban las influencias que es posible rastrear en esta obra, el grueso de sus ideas las sacó Sue de si mismo, concretamente de “Los misterios de París” que debió de ser redactado prácticamente a la vez que esta novela.
Sue fue toda su vida un socialista convencido, hoy diríamos un socialista utópico (hay una bella descripción de una falansterio a lo Fourier en “El judío errante”) muy alejado de los postulados marxistas de la lucha de clases. En los años de sus mayores triunfos se intentó crear una falsa polémica ente un Dumas monárquico (o imperial, su padre fue un afamado general napoleónico) y un Sue republicano, pero la cosa no tuvo mucho vuelo, especialmente por que la carrera de Dumas fue bastante más larga que la de Sue.
Como iba diciendo, Sue tenía ideas socialistas y gran parte de su libros son una acerba crítica al miserable modo de vida de las clases populares francesas, con unas descripciones crudas, pero, por desgracia, también efectistas y sensibleras. Familias muriendo de hambre, padres enloquecidos por el desempleo o el trabajo agotador por un sueldo ínfimo, niños agonizantes en inmundos cuchitriles, jóvenes arrojadas a la prostitución, abortos clandestinos, alcoholismo y delincuencia degenerada.
Si alguien cree que Dickens es ñoño y que se deja llevar por el exceso en muchas páginas de “Oliver Twist”, “David Copperfield” o “La pequeña Dorritt”, le animo a leer el capítulo de “El judío errante” donde dos encantadoras gemelas de doce años (a las que llevamos siguiendo desde hace 800 páginas) fallecen de cólera al intentar cuidar a su anciana criada enferma, después de haber sido convencidas de esta decisión por sus malignos y ocultos enemigos. Sencillamente overbooking de nata.
Sí en “Los Misterios de París” Sue cargaba sus tintas contra la burguesía gobernante, en “El judío errante” el enemigo a batir es la iglesia y, concretamente, la orden de los jesuitas. En unas páginas que son un ejemplo perfecto de teoría conspiratoria, los muy nobles seguidores de San Ignacio de Loyola son mostrados como una oscura y oculta secta en la sombra, cuyo objetivo es el dominio del planeta, y que cuentan con espías y miembros infiltrados en todos los estratos sociales y de gobierno. Existe una herencia millonaria que la Compañía ambiciona, y doce herederos legales que desconocen la existencia de este tesoro. El judío errante intenta ayudar a los miembros de esta familia mientas los jesuitas pugnas por destruirlos y convertirse en los únicos beneficiarios de la herencia.
Todo esto da lugar a una serie de azares inverosímiles donde la presencia de lo fantástico hubiera sido un condimento que habría conseguido un guiso sabroso pero que Sue deja de lado con olímpico (e inexplicable) desprecio. Lo que sigue no deja de ser una historia más en la que el motor de la narración son los tejemanejes del mortal jesuita que intenta la muerte de sus enemigos de forma tan sutil como artera. Sue no es precisamente un estilista, sus “malos” (quizá lo mejor del libro) son de una perfidia tan esmerada y perfecta que acaban por convertirse en simpáticos, más si los comparamos con los muy aburridos y estúpidos “buenos” que acaban estragando y que deseamos que desaparezcan lo más rápido y dolorosamente posible de la escena. Como decía, Sue no es un artista delicado, que un asesino thug de la India sea uno de los ayudantes de los jesuitas y que, al final del libro, convenga en que esta orden y su Dios son más terribles que la suya y el poder de Kali, da un idea de por donde van los tiros.
Eso sí, cuando el francés se desmelena y empieza a describir con todo tipo de detalles lo miserable de la vida de los trabajadores y los bajos fondos delictivos franceses, el libro gana enteros, aunque no es menos cierto que uno tiene que mantener la incredulidad muy baja para disfrutar del todo de estas descripciones, más fantásticas aún que el propio judío que da título a la novela.
Por desgracia, Sue, que debía de escribir a destajo para tener listos los capítulos de sus libros cuando la insaciable imprenta se lo solicitaba, sacrifica todo su arte por el asombro y lo inmediato. En un libro tan largo es fácil perder el hilo de las historias y Sue lo hace con demasiada frecuencia. Se cierra un capítulo con los protagonistas en Java al borde la muerte y se abre el siguiente con nuestros héroes en Normandía sanos y salvos. Parece que se va a explicar como se logró la salvación in extremis pero, al final, otra peripecia hace al autor olvidar la explicación y pasar a una nueva aventura en la que, una vez más, volveremos a encontrarnos con este modus operandis. En este sentido, “Los misterios de París”, menos ambiciosa aunque igual de larga, resulta más satisfactoria y lógica.
Tampoco podemos obviar que la historia se alarga de forma exagerada e innecesaria, que da vueltas sobre si misma y que se repite con mucha frecuencia. Sue no quiere acabar la historia demasiado pronto y nos obliga a leer casi mil páginas cuando cuatrocientas hubieran sido suficientes. Hay, probablemente, una motivación monetaria en este recurso, pero no es excusa para la tomadura de pelo que muchas hojas del libro resultan para el lector.
Llega pues la gran pregunta ¿merece la pena leer a Sue hoy en día? La respuesta es un no rotundo. Sus escasas virtudes no sobreviven a sus demasiados defectos y a la longitud desmesurada de sus libros. En este sentido, Dumas ha envejecido de una forma infinitamente mejor, se puede todavía disfrutar de “Los tres mosqueteros” pero con “El judío errante” más bien se sufre. Y es una pena, por que Sue no deja de ser un autor simpático que en ocasiones posee fuerza, pero al que nadie supo dirigir y podar, enderezar y aconsejar, en fin, que buen escritor habría sido si hubiera tenido buen editor.

lunes, febrero 09, 2009

Sorpresa, Sorpresa

Leído ayer en el Magazine de "El Mundo", entrevista a Nacho Cano (del grupo Mecano, obviamente):

Un libro

Las Fundaciones de Asimov


¡¡¡Toma ya!!! Y es que estamos por todas partes, cuando menos te lo esperas....