miércoles, septiembre 14, 2005

Ciencia Ficción: Principales Sub-Géneros. Después del Holocausto (Fin del Mundo)


- El apetito de las cuatro primeras fases del virus Chung-Li se saciaba con la subfamilia de las Oryziae, de la familia de las Gramineae. La fase cinco discrimina bastante menos. Le gustan todas las Gramineae.
-¿Gramineae? (…)
Roger sonrió sin alegría.
- Hierbas - repitió -. eso incluye al trigo.
- Trigo, avena, cebada, centeno; y eso es solo el comienzo. Luego la carne, los productos lácteos, las aves domésticas. Dentro de un año viviremos a base de patatas fritas y pescado, eso si podemos conseguir el aceite para freírlo. (…)
- Aunque lo consideremos desde el punto de vista peor – dijo John -. Es posible que pudiéramos vivir a base de pescado y verduras. No se iba a acabar el mundo por eso.
- ¿Tu crees? – respondió Roger -. ¿Habría para todos? Desde luego que no, si consideramos lo que comemos ahora (…)
- ¡Maldita sea! – exclamo John -. Esto no es China.
- No – continuo Roger -. Este es un país de 50 millones de personas que importa casi la mitad de los alimentos que consume.
- Es posible que tengamos que apretarnos un poco el cinturón.
- Un cinturón apretado es ridículo en un esqueleto.

John Christopher La Muerte de la Hierba (1956).

Que el mundo se va a acabar, tarde o temprano, es algo que el ser humano parece tener claro desde siempre. Las cosas nacen, crecen y mueren, es una ley de la vida tan inevitable como angustiosa. La gran mayoría de las religiones organizadas poseían un mito que explicaba el origen del mundo pero también otro que narraba su futura e ineludible destrucción. En al tradición occidental los más famosos son, sin ninguna duda, el Apocalipsis cristiano y el Ragnarok escandinavo.
En el momento en que el cristianismo (con su antecesor el judaísmo) se convirtió en la única religión en el mundo occidental, el Apocalipsis como concepto se convirtió en algo aceptado y, en momentos de crisis como el año 1000, 1348 o los siglos XVI-XVII, incluso esperado.
Paradójicamente, esta visión del mundo servía más para tranquilizar a la gente que para otra cosa. Dios nos castigaría por nuestros pecados pero, en general, pocos de nosotros nos consideramos pecadores imperdonables, así que... Además, las profecías bíblicas eran tan confusas que siempre parecía que el fin del mundo iba a estar un par de generaciones por delante.
Y entonces llegó el siglo XIX y el momento en que la ciencia empezó a sustituir a la religión. Y los simpáticos científicos empezaron a advertirnos de mil y un posibilidades de Apocalipsis más terribles que la ira de Dios: meteoritos, los gases venenosos de la cola de un cometa (esto provoco una auténtica psicosis cuando llegó el Halley a principios del siglo XX), terremotos, maremotos, volcanes, enfermedades... Un panorama, realmente descorazonador.
Ahora bien ¿por qué narices un escritor iba a desear contar algo tan siniestro como el fin de la humanidad? ¿Dónde estaba la gracia? Bueno, a veces, cuando tu vida es una porquería y la sociedad en la que habitas se basa en la represión, la injusticia y la desigualdad social destruir el mundo, por lo menos sobre el papel, puede ser reconfortante, una especie de catarsis o terapia. Y si no eres de espíritu creativo, leer sobre ello puede ser igual de liberador (otros decidieron llevarlo a la práctica, el terrorismo anarquista nació por estos mismo años).
Si alguna sociedad de los últimos tiempos fue represiva, injusta y con un sentido muy agudo de las desigualdades sociales, esa fue la europea del XIX y, dentro del viejo continente, la que se llevaba la palma era la Inglaterra victoriana. Así que no es de extrañar que múltiples escritores se sintiesen atraídos por destruir su ciudad, país o, ya puestos, el mundo entero. Una de las primeras muestras que conozco fue un cuento del actualmente desconocido Grant Allen titulado “La catástrofe del valle del Támesis” donde una erupción volcánica arrasaba Londres. A partir de este momento pareció que todo buen escritor inglés de ciencia ficción que se preciase debía de mandar su país o el mundo entero a hacer gárgaras como un paso obligado en su carrera. Y, hay que reconocer, que lo han hecho a conciencia. En 1901 M. P. Shiel fue un poquitín más ambicioso y destruyó toda la Tierra en “La nube púrpura” esta vez con una epidemia. Hasta Conan Doyle, siempre tan moderado, eligió los gases de la cola de un cometa para arrasar a la humanidad en “La zona ponzoñosa” (aunque al final se arrepintió y decidió que solo nos pasásemos un sueñecito).
En fechas más recientes, la tradición británica de catástrofes ha seguido en la brecha con creciente sofisticación y uno no puede menos que recordar “El día de los trífidos” de John Wyndham con la humanidad entera (o casi) ciega y perseguida por plantas asesinas, “Barbagrís” de Brian W. Aldiss, donde es la esterilidad la que acaba con nosotros y se nos muestra un delirante mundo habitado exclusivamente por ancianos, “La muerte de la hierba” de John Christopher con un virus que destruye a todas las hierbas (y por tanto los cereales) del planeta o “Fuga para una isla” Christopher Priest, libro que hoy debería ser de obligada lectura ya que el agente destructor es una avalancha de inmigrantes africanos. Sin olvidarnos de esos dos expertos en Apocalipsis caseros que son J. G. Ballard (“El viento de la nada”, “El mundo sumergido”, “La sequía”, “El mundo de cristal”) y John Brunner (“Todos sobre “Zanzíbar”, “El rebaños ciego”), el primero obsesionado con los desastres de origen natural (huracanas, inundaciones, sequías o epidemias surrealistas) y el segundo angustiado por la estupidez humana (superpoblación y contaminación).
Los estadounidenses tardaron un poco más en caer en este oscuro vicio aunque cuando lo hicieron consiguieron logros notables. Un precursor fue Jack London que en “La peste escarlata” caía en el ya tópico de la enfermedad incurable pero que podía ser mucho más original como en “El sueño de Debs” (una huelga salvaje acaba con nuestra civilización) o “El enemigo del mundo entero” (con un aprendiz de terrorista digno de Bin Laden). O George Stewart que en “La Tierra permanece” eligió un idea ya manida (una vez más, la epidemia incurable) pero que con su estilo lírico y su sobrecogedora intensidad logró una de las cimas de la ciencia ficción de todos lo tiempos.
El amanecer atómico y la Guerra Fría pusieron a E.E.U.U. en alerta, la guerra nuclear acechaba y el Armaggedon radioactivo se puso de moda. Los 50-60 fueron los años de la novelas más clásicas de fin del mundo basadas en el Holocausto nuclear. “¡Ay Babilonia!” de Pat Frank, “El clamor del silencio” de Wilson Tucker son solo dos posibles ejemplos. En los 70-80 con la ecología en el candelero se prefirió el desastre provocado por una nueva glaciación (que, por cierto, se ha vuelto a poner de actualidad con esto del cambio climático) y ahí teníamos al mundo cubierto por una capa de hielo en “ El sexto invierno” de Orgill y Gribbin y en “Hielo” de Federbush.
Ahora bien, exactamente ¿qué pretendían estos escritores además de entretenernos? Pues, sinceramente, alguno solo eso. Muchos críticos han hablado de un fin del mundo casero y agradable, donde, realmente, las cosas no van tan mal y simplemente la humanidad sale reforzada del evento, eso si, pasando unas cuantas aventuras estimulantes. Wyndham y Frank son dos buenos ejemplos de esta tendencia. En el caso de Frank, que, no olvidemos, hablaba de una guerra nuclear, esta postura es casi delictiva. O por lo menos eso pensaron otros escritores cuyo objetivo era la advertencia y el aviso. Especialmente ante los horrores de la radioactividad y las bombas bacteriológicas. Sturgeon fue, probablemente, el primero en alertarnos en “Truenos y rosas” pero es difícil encontrar un libro sobre “el día después” tan descarnado como el ya citado de Tucker. El asunto preocupaba tanto que hasta un escrito de best seller como Nevil Shute hizo sus pinitos y logró un bombazo con “La hora final”. Tampoco podemos olvidar a Brunner, que centrado en otros peligros, también ha sido tremendamente explicito (a veces demasiado) a la hora de avisarnos sobre nuestros intentos de suicidio colectivo.
Otros escritores parecen tener intenciones muy distintas cuando tocan esta temática. Ballard, por ejemplo, no deja de dar la impresión de que utiliza el Apocalipsis como una buena forma de desplegar sus dotes de preciosista estilista fascinado por la descripción de paisajes oníricos. Otros parecen incluso disfrutar con nuestros males como si estuviesen convencidos de que nuestra destrucción es lo mejor que le puede pasar a nuestro planeta (“El árbol familiar de Sheri S. Tepper o “El mejor hombre del amigo” de Jonathan Carroll”).
Pero para otros muchos todo esto no es más que un cliché, una excusa para destruir nuestro paisaje cotidiano y construir otro nuevo (aterrador o utópico) y radicalmente distinto. Son las historias de “el día después” donde la catástrofe en si no es importante (a veces ni se narra) y en cambio se hace hincapié en la nueva sociedad resultante, por ejemplo, en “Limbo” de Bernard Wolfe, “El doctor Moneda Sangrienta” de Philip K. Dick, “Héroes y villanos” de Angela Carter, “Caminando hacia el fin del mundo” de Suzy McKee Charnas, o “El verano del pequeño San John” de John Crowley.
Y, por último, ante un tema tan serio y trascendente creo que es necesario terminar con una nota de humor. Y es que el ser humanos se ríe de todo, hasta del fin del mundo y si no echarle un vistazo a “Cuna de gato” de Vonnegut o “Más verde de lo que pensáis” de Ward Moore. No se si serán grandes libros pero reíros os vais a reír un rato.

lunes, septiembre 12, 2005

Ciencia Ficción: Principales Sub-Géneros. La Máquina Descontrolada (Tecnofobia)


Me desperté aterrorizado, el sudor frío mojaba mi frente, mis dientes castañeteaban y movimientos convulsivos sacudían mis miembros. A la pálida luz de los rayos lunares que se filtraban entre los postigos vi, de pronto, al monstruo que había creado. Mantenía levantado el cobertor y sus ojos me miraban fijamente. Entreabrió los labios emitiendo algunos sonidos inarticulados; una mueca odiosa arrugaba sus mejillas. Quizás habló, pero tanto era mi horror que no entendí lo que decía. Una de sus manos se tendía hacia mi como si intentara asirme pero, esquivándola, salté del lecho y bajé de cuatro en cuatro las escaleras para refugiarme en el patio de la casa, donde esperé que transcurriera toda la noche, mientras andaba de un lado a otro, profundamente agitado, con el oído atento a cualquier rumor que pudiera anunciarme la proximidad del cadáver demoníaco al que en mala hora había dado vida.

Mary Shelley Frankenstein (1818).

Uno supondría que dado que la ciencia ficción habla de las posibilidades de la “ciencia” debería de hacerlo con un cierto optimismo. A fin de cuentas, la ciencia ha permitido al ser humanos situarse en una posición bastante ventajosa en los dos últimos siglos. Bien, esto ocurre a veces pero, curiosamente, no siempre. La tecnofobia, el miedo a los avances científicos, es otra de las constantes de nuestro género. Y resulta muy llamativo que éste sea uno de los temas de su obra fundacional: “Frankenstein” de Mary Shelley.
Este libro plantea las bases de todas las historias futuras de máquinas descontroladas: el científico loco y la premisa de que “hay cosas que el hombre no debe de saber”. Obviamente, la base de toda esta teoría es, esencialmente, religiosa. A lo largo del siglo XIX, el cristianismo vio como sus bases doctrinales iban cayendo uno a una socavadas por los nuevos avances científicos. No es raro que, por tanto, las diferentes iglesias cristianas (con la católica a la cabeza) fuesen decididas adversarias de la ciencia y sus creadores. Y dado que la mayor parte de la gente de esta época era profundamente creyente (y esto también incluye a Mary Shelley a pesar de su libertaria forma de vida) resulta lógico que muchos de los escritores del XIX se uniesen a esta cruzada eclesiástica.
La postura tecnfóbica de la obra de Shelley es tan notoria que cuando Isaac Asimov (contrario a ella) quiso definirla la bautizó como Complejo de Frankenstein. Otros notables escritores fantásticos del XIX imitaron a la autora inglesa como Nathaniel Hawthorne, Ambrose Bierce o Herman Melville creando casi un estereotipo: el científico que con su orgullo ofende a Dios y es castigado por ello. Una idea muy romántica y que recuerda a la más antigua temática del pacto fáustico, en cierta forma modernizándola.
El hecho de que E.E.U.U. haya sido siempre un país bastante conservador en lo religioso (por decirlo suavemente) y que la mayor parte de la ciencia ficción se escriba allí, explica el por qué del éxito de esta temática.
Así, ante cualquier nuevo avance científico aparecía en contrapartida el relato o la novela donde se advertía de sus riesgos. Con el final de la Segunda Guerra Mundial y el uso del armamento nuclear en Hiroshima y Nagasaki la cosa, si cabe, empeoró. Fue en este momento cuando también los autores europeos (que habían sufrido más los efectos de la guerra) se unieron a esta tendencia (aunque ya Wells con “El Hombre invisible” y “La isla del Doctor Moreau” habían practicado este sub-género), situación que se acentuó cuando el ecologismo empezó a hacerse popular a mediados de los años 70.
Ahora bien, la tecnofobia ¿es o no es un tema válido? Depende de la respuesta de cada uno. Personalmente soy bastante partidario de la ciencia y, por lo tanto, reconozco que es una temática que me repele un tanto. No creo que haya ningún dios al que tengamos que vigilar para evitar ofenderle con nuestros avances intelectuales. Las historias en las que simplemente se critica a la ciencia por existir me parecen poco interesantes.
Sin embargo, existe otra variedad de la tecnofobía que si que creo que tiene un interés mayor. Son las historias de aviso, de advertencia, lo que se ha venido a llamar “si esto continua...”. La ciencia, en si, no es buena ni mala, todo depende de lo que los seres humanos hagamos con ella y ya se sabe lo que esto significa. Los avances en física nuclear han provocado catástrofes como Chernobyl o matanzas como Hiroshima pero también han salvado miles de vidas gracias a la radioterapia, radiografías, etc.
Creo que esa literatura que advierte del mal uso de la ciencia (y que generalmente solo la ciencia ficción suele escribir) es fundamental en nuestros días. Lo ha sido a lo largo del siglo XX y lo será más aún en este siglo XXI. Probablemente, todas esas novelas que pintaban unos panoramas tan horribles sobre las condiciones de una guerra nuclear contribuyeron bastante a que ésta nunca tuviese lugar. Obviamente, hoy este tipo de relatos son igual de necesarios o más.
Por resumirlo en dos libros del mismo autor (H. G. Wells): no me gusta “El hombre invisible” ya que solo nos cuenta las hazañas de un científico loco sin más pero me fascina “La isla del Doctor Moreau” donde la reflexión ética y moral ocupa un papel predominante.

domingo, septiembre 11, 2005

Ciencia Ficción: Principales Sub-géneros. Universos Alternativos (Ucronías)


Hablan de las cosas que los nazis les hicieron a los judíos – dijo Joe –. Los británicos los superaron. En la batalla de Londres. – Una pausa. – Aquellas armas de fósforo y petróleo. Vi las tropas alemanas, luego. Barcazas y barcazas reducidas a cenizas. Y las cañerías bajo el agua que incendiaban el mar. Y las incursiones aéreas contra la población civil. Churchill pensaba que los bombardeos aun podían salvar la guerra, en los últimos días. Los ataques terribles a Hamburgo y Essen…
No hablemos de eso –dijo Juliana.

Philip K. Dick El Hombre en el Castillo (1962).

Paradójicamente, una de las ideas más revolucionarias de la ciencia ficción, los universos alternativos o ucronías, es también una de las más antiguas. Se cree que el primero en plantearla fue el historiador romano Tito Livio (siglo I d. C.) que se preguntó que hubiera ocurrido si Alejandro Magno no hubiera muerto tan joven y hubiese decidido atacar Roma después de sus conquistas asiáticas (Tito Livio era un patriota, concluyó que los romanos le hubiesen derrotado).
Y esa es la esencia de este sub-género, la pregunta “Y si...” aplicada a cualquier acontecimiento histórico, algo con lo que los historiadores han fantaseado muy a menudo pero que tardó mucho más en llegar a los campos de la ciencia ficción.
Efectivamente, si en 1907 el historiador inglés Macaulay Trevelian, siguiendo una larga tradición, escribió “Si Napoleón hubiera ganado la batalla de Waterloo”, hay que esperar hasta los años 30-40 para que los novelistas empiecen a tocar el tema de una manera serie. Por ejemplo, con “Swastika night” de Katherine Burdekin (1937) o “Lightning in the night” de Fred Allhof (1940). Ambas surgen como una necesidad, casi como una obligación, la de avisar a una humanidad desprevenida de lo que ocurriría si los nazis se hacían con el control del mundo. Y aquí aparece uno de los rasgos típicos de las ucronías: su carácter de aviso, su tono de advertencia, de alertarnos ante problemas que la mayoría no sabemos ver.
Esta temática si que es considerada como medianamente seria por muchos escritores mainstream (Allhof y Burdekin no pertenecían al ghetto) y se ha cultivado con regularidad hasta la actualidad, generalmente con la victoria nazi en la Segunda Guerra Mundial como obsesión. Por mencionar unos pocos títulos, Len Deighton, un popular autor de novelas de espionaje, escribió en 1978 “SS-GB”, una novela policíaca ambientada en una Inglaterra ocupadas por los nazis, Robert Harris, un escritor de novelas ambientadas en la última guerra mundial, escribió “Patria” en 1992 con otra trama de novela negra solo que ambientada en Alemania Hitleriana de 1960. Incluso en España, Jesús Torbado ganó un premio Planeta en 1977 con “En el día de hoy” donde se narra la victoria republicana en nuestra guerra civil.
De hecho, este tipo de historias parecen tan atractivas que, en los últimos años, los propios historiadores han decidido cultivarlas de una forma más científica. Es la llamada historia contrafactual, una corriente historiográfica muy en boga en el mundo anglosajón pero tremendamente criticada por los historiadores europeos continentales que la tachan poco menos que de juego pueril.
¿Dónde queda la ciencia ficción en todo esto?. Bueno, la mayoría de los escritores del género no fueron tan ambiciosos como los mainstream. Es cierto que esa temática de aviso puede encontrarse pero, en la mayoría de los casos, priman otras más pedestres. Una puede ser la puramente aventurera, imaginar un universo alternativo que de alguna forma interactúa con el nuestro y dejar que los protagonistas campen a sus anchas en tan exótico paisaje. El cuento pionero fue “Al margen del tiempo” (1934) de Murray Leinster (cuyo título en inglés dio nombre a los premios Sidewise, creados para este tipo de relatos) que luego pareció especializarse en este tipo de historias (“Guerra a los Djinns”, “Ataque desde la cuarta dimensión”). En este brillante relato seminal, Leinster imagina unos E.E.U.U. que hubieran sido colonizados por los vikingos, los chinos o los romanos.
Otra posibilidad es, simplemente, la parodia, echarnos unas risas a costa de que hubiera ocurrido si ciertas cosas (impensables) realmente tuviesen lugar. “La llegada de los gatos cuánticos” de Frederick Pohl es un buen ejemplo, unos E.E.U.U. convertidos en una República Islámica, otros gobernados por Nancy Reagan, varios Stephen Hawkins provenientes de unos cuantos universos alternativos en diferente estado de esclerosis múltiple, Isaac Asimov convertido en un brillante cirujano soviético, etc, etc.
Otra posibilidad es la nostalgia, el contar lo que realmente nos gustaría que hubiera ocurrido. “Lo que el tiempo se llevó” de Ward Moore (con la Confederación ganando la Guerra de Secesión) cae a menudo en ese posibilidad pero la obra más interesante que reúne estas características es un pequeño cuento de Frederick Pohl, “La reunión en el Mile-High”, en el que se imagina un futuro donde sus compañeros fandomitas de los años 20-30 (los llamados futurianos) han triunfado a un nivel inimaginable (Kornbluth un escritor de éxito premio Pulitzer, Asimov un brillante científico asesor presidencial, solo el propio Pohl es un oscuro escritor de ciencia ficción...).
Pero la ciencia ficción suele tener una naturaleza expansiva (si funciona, hazlo más grande la próxima vez) y otros autores decidieron que escribir sobre un universo alternativo era demasiado poco. Surgen así historias de una ambición que recuerda a las Space Opera más desatadas, donde los viajes en el tiempo crean una infinitud de universos alternativos que pueden chocar unos con otros como imperios galácticos desbocados: “Mundos de Imperio” de Keith Laumer, “Un anillo alrededor del sol” de Clifford D.. Simak, son algunos ejemplos.
Con todo, y a pesar de tanta obra entendida como puro divertimento, hay que reconocer que la ciencia ficción ha conseguido, al menos, dos obras maestras siguiendo la senda de la ucronía: para los críticos “Pavana” de Keith Roberts, con una Inglaterra que fue derrotada por la Armada Invencible española (lo siento pero a mi me parece insufrible), personalmente prefiero “El hombre en el castillo” de Philip K. Dick, su obra maestra y un libro digno de haber tenido más reconocimiento que el de un puñado de frikis como nosotros.

sábado, septiembre 10, 2005

Ciencia Ficción: Principales Sub-Géneros. Space Opera

UN BREVE RESUMEN DE LA GUERRA IDIR-CULTURA
ESTADISTICAS
Duración de la guerra: 48 años y un mes. Numero total de bajas, medjels, no cambatientes y maquinas incluidas (evaluadas según una escala de conciencia logarítmica): 851,4 billones (mas menos 0’3 %). Perdidas de naves (de todas las clases situadas por encima de la categoría interplanetaria): 91.215.660 (mas menos 200); Orbitales: 14.334; planetas y lunas mayores: 53; Anillos: 1; Esferas: 3; estrellas (solo se incluyen las que sufrieron una alteración en la posición de su secuencia o una perdida de masa significativa inducida): 6.
PERSPECTIVA HISTÓRICA
Fue una guerra breve y de poca importancia que raramente se extendió a mas del 0’02 % de la galaxia por volumen y al 0’01 % por población. Sigue habiendo rumores de conflictos mucho mas impresionantes que se desarrollaron a través de extensiones espaciotemporales mucho más vastas. Aun así, las crónicas de las civilizaciones mas antiguas de la galaxia consideran que la guerra entre Idir y la Cultura fue el conflicto más significativo de los últimos 50.000 años, y uno de esos Acontecimientos singularmente interesantes que tan pocas ocasiones de presenciar tienen en estos tiempos.

Iain Banks Pensad en Flebas (1987).

Si existe un sub-género que sea genuinamente ciencia ficción es éste. La Space Opera es a nuestro género lo que Burger King a los E.E.U.U. y el queso Gruyere a Suiza: algo tan propio que es imposible de copiar.
El mainstream puede tratar (y lo hace) de una forma u otra cualquiera de las demás temáticas de las que hemos hablado o hablaremos pero dudo mucho que a un Gabriel García Márquez o a una Almudena Grandes les de por escribir sobre imperios galácticos y guerras interestelares. Es cierto que una de las bases de la Space Opera, la aventura pura y dura, es tan vieja como la propia literatura pero es esa mezcla tan personal y absurda entre la aventura, el sentido de la maravilla y lo superlativos llevado hasta su último extremo lo que convierte a la Space Opera en algo único.
Y, curiosamente, este tipo de relatos son bastante antiguos. En 1898 se publicó un texto mediocre de Garret P. Serviss titulado “Edison´s conquests of Mars” protagonizado por el inventor estadounidense Tomas Alva Edison, una especie de figura mediática en aquellos tiempos. El éxito fue tal, que la novela se convirtió en la primera de una enorme mega-saga (una de las características de la Space Opera, una novela nunca es suficiente) que sentó las bases de este tema: protagonista mesiánico, viajes interestelares, conflictos con otras civilizaciones y aventura-folletín sin mesura. Los imitadores surgieron como setas y a este tipo de libros se les conoció como Edisonadas.
Obviamente, la fama de Edison decreció pero no ocurrió lo mismo con este tipo de novelas. Durante los primeros años de la época pulp (1900-1940) siguieron surgiendo en grandes cantidades y hallaron a su creador más famoso y el autentico definidor de este sub-género: E. E. Smith, también conocido como “Doc” Smith. Dos son las grandes sagas que escribió y arrebataron el corazón de los lectores estadounidenses de los años 20-30 del pasado siglo: “Skylark” (conocida en España como “La Alondra del espacio”) y “Lensmens (“Hombres lente” en las ediciones en castellano). Leerlas hoy en día es una curiosos ejercicio, ambas han envejecido pavorosamente y suenan a cartón piedra pero en su momento fueron algo único. Solo hay que leer los comentarios de Asimov en algunos de sus textos biográficos para captar lo que estos libros significaron para su generación. Smith no fue, desde luego, un estilista pero si supo darle a la Space Opera algo que le era esencial para sobrevivir: grandeza y horizontes infinitos. Las historias que nos narra abarcan generaciones, eones y galaxias, a veces incluso universos, sus protagonistas son buenos, heroicos e invencibles, los malos son malos a la Fu Man Chu y la chica... en fin, la chica siempre está ahí para lo que están las chicas en este tipo de cuentos: para ser rescatadas y para que el héroe disfrute de su merecido “descanso del guerrero”.
Pronto surgieron seguidores de esta lucrativa formula, algunos como Jack Williamson (“La Legión del Espacio”, “The Legión of Time”) fueron bastante poco originales respecto al modelo de Smith pero otros supieron darle su toque personal como A. E. Van Vogt que con los cuentos de “El viaje de la Beagle espacial” o la saga de los “No-A” supo imprimir a esta temática su sello personal y onírico.
El carácter épico de este tipo de relatos permitió a otros escritores acercarse a terrenos que lindaban con el de la Fantasía al estilo de Howard o Tolkien. En efecto, otro de los precursores de la Space Opera fue Edgar Rice Burroughs, el padre de Tarzan, que ya en los años 10 del siglo XX (antes que Smith) inició sus dos series de ciencia ficción ambientadas en Marte y Venus. El estilo de Burroughs es radicalmente diferente del de Smith. John Carter en Marte lucha con espada mientras que los lensmen recurren a la último en tecnología pero ambas comparten el carácter épico, el tono aventurero, el maniqueismo más barato y el sentido de la maravilla propios de esta primitivas Space Opera. En cierta forma, Smith y Burroughs marcan las líneas de salida de dos variantes de la Space Opera, una más hard que hoy en día estaría ejemplificada en autores como Gregory Benford o Vernon Vinge y otra conocida en inglés como “Science Fantasy” que está muy alejada de lo científico y entronca directamente con el fantástico y cuyo máximo cultivador fue Jack Vance.
Con el reinado de Campbell en las revistas pulp estadounidenses en los años 40-50 autores como Burroughs, Smith o Williamson pasaron a un segundo plano solo apto para nostálgicos y dejaron sitio a una nueva generación con escritores como Isaac Asimov, Robert Heinlein o Poul Anderson. Esta generación introdujo una serie de importantes innovaciones que revolucionaron la Space Opera. En primer lugar, eran mejores desde el punto de vista literario, escribían mejor y creaban unos personajes más trabajados. En segundo lugar, eran más rigurosos con el apartado científico lo que no era óbice para que siguiesen perdurando improbables clichés cienciaficcioneros como la hipervelocidad lumínica. Además, Campbell impuso una regla no escrita según la cual los humanos siempre debían de ser más listos y mejores que los extraterrestres, puede que éstos fuesen aparentemente superiores pero, al final, los humanos siempre ganaban. Por último, y lo más importante, estas nuevas Space Opera eran más ambiciosas y coherentes que las anteriores, las sagas ahora podían ocupar decenas de cuentos y novelas y los universos creados narraban la futura evolución de la humanidad a lo largo de los eones dando lugar a un tipo de relatos conocidos como Historias del Futuro entre los que destacaron los de Heinlein recogidos en una antología del mismo nombre y la llamada “Saga de la Liga Polisotécnica” de Poul Anderson, mal publicada en español con títulos como “Mirkheim” o “El mundo de Satán”.
Probablemente, de todos estos libros los de mayor éxito fueron la saga de Isaac Asmiov conocida como “Fundación”, una serie de relatos y novelas cortas que han sido calificadas como la mejor serie de ciencia ficción de toda la historia (según los premios Hugo) y en la que, entre otras originalidades, Asimov presentaba un universo únicamente humano para saltarse a su manera la regla de Campbell sobre los extraterrestres tontos y los humanos listos que Isaac, como buen judío, no dejaba de ver como racista.
La New Wave de los 60-70 pareció enterrar a la Space Opera como antigua y fascista. Hubo intentos exitosos de lograr que los postulados nuevaoleros pudiesen integrarse en la temática spaceoperística. “Dune” de Frank Herbert con sus referencias a la mística, la ecología y las drogas o “Pórtico” de Fredrick Pohl y su aguda crítica social. Pero, el militarismo fascista de “Tropas del espacio” de Heinlein había hecho bastante daño en mucha pieles sensibles y, pronto, las sátiras más despiadadas (“Bill, héroe galáctico” de Harry Harrison o “¿Hay alguien ahí?” de Bob Shaw) o el mensaje más antimilitarista (“La Guerra Interminable” de Joe Haldeman) parecieron dar por sentenciada a la Space Opera. De hecho, en la antología “Última Etapa” de 1974, en la entrada correspondiente a este sub-género, Harrison, su encargado, incluía otro relato satírico y la daba por muerta.
Nada más lejos de la verdad, el muerto estaba muy vivo. Por esos mismo años, Larry Niven, ayudado a veces por Jerrry Pournelle, había iniciado una nueva historia futura, la de “El espacio reconocido” con unos cuantos relatos ganadores de varios premios. Niven fue más lejos y escribió un par de novelas: “Mundo anillo” y, en colaboración con Pournelle, “La paja en el ojo de Dios”. Ambas fueron dos bombazos y se convirtieron en gigantescos éxitos. Dio lo mismo que los críticos señalasen que ambas tenían casi todas las características y defectos de la Space Opera clásica (humanos infalibles y aliens torpes, militarismo trasnochado, aventura y acción), al público le encantaron, probablemente, harto del experimentalismo de la New Wave, y se vendieron como rosquillas.
A partir de ese momento y durante los 80 y 90 se vivió un auténtico renacimiento de la Space Opera y con dos direcciones diferentes: una nostálgica y la otra innovadora.
La nostálgica bebe directamente de los postulados de Niven y, por tanto, de Campbell: hard y humanos listos en un universo alien hostil. Sus principales seguidores han sido Gregory Benford con sus serie de “El Centro Galáctico” y David Brin con la de la “Elevación de los Pupilos”.
La innovadora es, bajo mi punto de vista, mucho más interesante. Su idea es utilizar la Space Opera como una forma de crítica de algunos de los aspectos del mundo actual o como una manera de mostrarnos las posibilidades ante las que se enfrenta la humanidad. A veces sus intereses son más modestos, simplemente divertir con calidad y sin estereotipos pero siempre resulta refrescante. Iain Banks y su serie de la “Cultura” ha sido capaz de mostrarnos hasta que punto puede ser sucia la alta política por mucho que los objetivos a conseguir puedan ser nobles, C. J. Cherryh con sus saga de “Chanur” ha sido capaz de escribir una Space Opera feminista (las chicas son guerreras) y, como no, Lois McMaster Bujold nos ha enseñado con las aventuras de Miles Vorkosigan que la diversión y el entretenimiento aún anida en la moderna Space Opera.
Y, por supuesto, no podemos dejar de hablar de Dan Simmons y sus libros sobre “Hyperion” una ejemplo de cómo con los viejos temas de toda la vida se puede hacer algo nuevo y estimulante que deje boquiabiertos a todos los lectores.
Pero, aún nos esperan más sorpresas a medida que se vayan publicando más libros de autores aún poco conocidos como Michael Swanwick (“La estación de la marea”), Stephen Baxter (con otra historia futura aún inédita, la de la guerra “Xeela-Fotinos”), Paul J. Mc Auley (“Hijo del río”) o David Zindell (“Neverness”).

domingo, septiembre 04, 2005

Ciencia Ficción: Principales Sub-Géneros. Niños Extraños (Mutaciones y Poderes Psi)


Cuando Lincoln Powell entró en el vestíbulo del Instituto Esper se encontró con el gentío habitual. Centenares de esperanzados, de todas las edades, de todos los sexos, de todas las clases, y todos con el mismo sueño: el de poseer la mágica virtud de poseer todas las fantasías, sin tener en cuenta la pesada responsabilidad que esa virtud traía consigo. (…)
Desde el escritorio, la encargada de la recepción transmitía con cansancio en todas la bandas TP : Si pueden oírme, diríjanse por favor a la puerta de la izquierda donde se lee EMPLEADOS SOLAMENTE- Si pueden oírme diríjanse a la puerta de la izquierda donde se lee EMPLEADOS SOLAMENTE. (…)
Un joven negro se aparto repentinamente de la fila de solicitantes, miró inseguro a la mujer del escritorio, y se encaminó hacia la puerta de los empleados. La abrió y entró en la oficina. Powell estaba excitado. Los esperes latentes escaseaban, de veras. Había tenido suerte en llegar en este momento.

Alfred Bester El hombre Demolido (1953).

No fue hasta principios del siglo XX que la Teoría de la Evolución de Darwin acabó de imponerse como un elemento científico más del acervo cultural occidental. Y, por consiguiente, no fue hasta ese momento que los autores de ciencia ficción no se plantearon la posibilidad de trasladar semejante idea a sus creaciones literarias. Sin embargo, la evolución era aún tan controvertida en E.E.U.U. (lo sigue siendo en la actualidad) que en las revistas pulp de la época no aparecieron muchas historias sobre el siguiente paso evolutivo de la humanidad. Este tema en cambio si fue más explotado en Inglaterra (no en vano los principales evolucionistas como Darwin, Wallace, Huxley o Haldeman eran ingleses) y en especial por un autor tan importante como Olaf Stapledon que en libros como “Primera y última humanidad” llevó este tema hasta sus últimas consecuencias (también aparece aunque de forma más secundaria en “Hacedor de estrellas”). Sin embargo, estos libros eran y son demasiado densos y filosóficos para el público más habitual del género y el mismo Stapledon se encargó de realizar novelas más típicas sobre la futura evolución de la humanidad como “Juan Raro”, donde ya se plantea de una forma básica el esquema habitual de estas historias: el enfrentamiento entre el Homo Sapiens y su sucesor el Homo Superior.
El primer gran autor pulp norteamericano que tocó el tema de forma exitosa fue A. E Van Vogt con “Slan” en 1940 y aquí también marcó otra de las pautas características de estos relatos: la tentación de convertirlos en lo que Spinrad definió “el emperador de todas las cosas” o sea, fantasías masturbatorias para adolescentes donde un Niño Extraño perseguido por todos se acaba convirtiendo en el salvador del mundo gracias a sus peculiar condición (que era la razón por la que era odiado).
Y, finalmente, llegó 1945, Hiroshima, Nagasaki y el horror nuclear. Las mutaciones provocadas por dosis altas de radioactividad dejaron de ser un sueño y se convirtieron en una realidad. Y los autores estadounidenses saltaron hacia el nuevo tema con avidez. La mayoría (como ya veremos en una futura entrega) para contarnos como sería el fin del mundo pero otros para explicarnos que, quizás, la guerra nuclear fuese la forma de lograr una humanidad nueva y, en cierta forma, mejor gracias a los poderes de los nuevos mutantes. Una idea tan absurda como atrayente que probablemente fue inaugurada por Poul Anderson con su cuento “Los hijos del mañana” y que ha tenido más éxito en el mundo del comic (X-Men, Hulk) que en el de la literatura de ciencia ficción.
Por otro lado, hasta los años 60 estuvo de moda en determinados círculos científicos el estudio de los llamados fenómenos paranormales (telepatía, telequinesia, etc). Actualmente, la mayor parte de los investigadores serios han colocado a estos supuestos fenómenos en el apartado de las seudo-ciencias pero eso nunca ha sido óbice para que un buen escritor de ciencia ficción cree con esos mimbres una buena historia. La idea de juntar las evolución futura de la humanidad (mutaciones o no mediante) con los poderes psi era solo cuestión de tiempo y a partir de los años 50 este sub-género se convirtió en uno de los más habituales.
El mutante, el Homo Superior, el poseedor de poderes psi se convirtió en una elemento más del paisaje de ciencia ficción con las premisas básicas que crearon Stapledon, Van Vogt y Anderson: enfrentamiento con los atrasados Homo Sapiens, oportunidad para mejorar la humanidad y fantasía masturbatoria para adolescentes.
Pero, por supuesto, la cosa fue más allá. Así, Henry Kuttner en “Mutante” convirtió este tema en una parábola sobre el racismo (algo que harían mucho después y con peores resultados Silverberg y su mujer Karen Haber en “Tiempo de mutantes”).
Arthur C. Clarke, en cambio, prefirió seguir la estela de Stapledon y buscar la vena trascendental y metafísica (“El fin de la infancia”, “2001”).
Pero fue Alfred Bester, el que, probablemente, supo sacar mejor partido al tema. En “El Hombre Demolido” creo un auténtico tour de fource al describir como se realizaría un asesinato en un mundo donde la policía está formada por telépatas. “¡Tigre, Tigre!”, en cambio, demostró que la teleportación podía ser un magnífico ingrediente para trufar una Space Opera espectacular.
Theodore Sturgeon fue otro de los autores fascinados por este tema y logró darle una aire nuevo y de gran humanidad y dramatismo en “Más que humano”.
Silverberg tampoco se quedó atrás y le dio, en los 60, un nuevo sesgo a una idea que iba camino de anquilosarse (como demostró Jhon Brunner con “El hombre completo”) al convertir los poderes psi más en una maldición que en una ayuda. Su espectacular “Muero por dentro” y su notable “El hombre en el laberinto” nos muestran a protagonistas atormentados por sus poderes y deseosos de perderlos.
Por supuesto, los escritores cuyo objetivo era crear simplemente una vigorosa y entretenida novela de aventuras no pudieron dejar de caer en la tentación de poblarla de los mutantes más peculiares que uno pudiese imaginar y si no echar un vistazo a “Tu el inmortal” de Zelazny donde la guerra nuclear ha creado mutantes que imitan a los protagonistas de la antigua mitología griega, absurdo pero no por ello menos fascinante.
Por otro lado, los poderes psi han sido utilizados asiduamente por los autores de terror para poblar sus novelas de personajes atormentados y/o atormentadores. En cierta forma, muchas de estas historias son una especie de híbrido, una ciencia ficción terrorífica o una terror científico, a elegir. Stephen King escribió muchas historias de esta tipo como, por poner un ejemplo, “Ojos de fuego”.
En los últimos años, la renovación también ha llegado a esta ya vieja idea. La nueva moda parece consistir en la auto-evolución. En la posibilidad de que el ser humanos sea capaz, mediante la ingeniería genética, de crear al Homo Superior con los poderes que crea más oportunos. Probablemente, el autor que popularizó esta idea fue Jhon Varley con sus relatos de los 9 mundos y su novela “Playa de acero” pero tampoco podemos olvidar a Delany que ya en “Babel 17” planteó esta posibilidad.
Así, frente a escritores que parecen seguir con los viejos planteamientos (Joan D. Vinge con la saga de “Psion”) hay toda una nueva pléyade de autores que están explorando nuevos caminos (Greg Bear con “Música en la sangre”, Charles Sheffield con sus novelas de “Proteo” o Bruce Sterling con su universo formador/mecanicista). Y nosotros que lo disfrutemos.

jueves, septiembre 01, 2005

Ciencia Ficción: Principales Sub-Géneros. Robots y Androides


LAS TRES LEYES DE LA ROBOTICA

1. Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño.

2. Un robot debe obedecer las ordenes que le son dadas por un ser humano, excepto cuando estas ordenes estén en oposición a la primera Ley.

3. Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no este en conflicto con la primera o segunda Leyes.

Isaac Asimov Yo, robot (1950).

La idea de crear un autómata que libere a la humanidad del trabajo es, posiblemente, tan vieja como el propio hombre. Solo hay que recordar mitos tan arcaicos como el griego del Talos o el judío del Golem. Cuando en los siglos XVII y XVIII se empezaron a construir todo tipo de “juguetes” mecánicos que pretendían ser auténticos robots, los primerizos autores del XIX los incluyeron sin mayores esfuerzos: E.T.A. Hofffman en “El hombre de arena”, Herman Melville en “El campanario” o Ambrose Bierce en ”El maestro de Moxon”.
Para principios del siglo XX, Karel Çapec incluso dio un nuevo nombre a la criatura: robot (una palabra checa referida al trabajo de los siervos en la Edad Media) en su obra de teatro “R.U.R.” (si bien más que robots mecánicos describía androides biológicos).
El término tuvo éxito y la era pulp se llenó de robots pero con un curioso sesgo tecnofóbico: se convirtieron en criaturas inestables, peligrosas y amenazantes. O bien, lo que es peor, en el elemento cómico del relato aunque es cierto que Henry Kuttner sabía hacerlo lo suficientemente bien (“El robot vanidoso”) como para perdonárselo. El primero en romper con esta tendencia fue Lester del Rey con su cuento “Helen O’Loy”, seguido de Eric Frank Rusell con “Jay Score” pero la auténtica revolución la produjo Isaac Asimov con su serie de cuentos robóticos recopilados en antologías como “Yo, robot” o “Los robots” y continuada en sus novelas policíacas como “Bóvedas de acero” o “El sol desnudo”.
La idea de Asimov era de una sencillez pasmosa, si los robots van a ser fabricados en serie y convertidos en una herramienta más deberían de ser, ante todo, inofensivos y de eso se encargarían lo ingenieros creando un protocolo de seguridad: sus famosas tres leyes de la robótica.
Claro que, el buen doctor, en cierta forma hizo trampa ya que muchos de sus cuentos trataban precisamente de robots que trascendían dichas tres leyes. A pesar de todo, su éxito fue abrumador y colocó a su autor a la cabeza del género (por supuesto con la ayuda de su otra gran serie, “Las fundaciones”).
Lo malo del triunfo asimoviano es que quemó el tema robótico y lo metió en un callejón sin salida. A nadie parecía ocurrírsele nada más sobre el asunto y la mayoría de los imitadores de las tres leyes solo pueden calificarse, piadosamente, como discretos.
Cierto es que un escritor nuevaolero como John Sladek logró insuflar un nuevo aire al sub-género con libros como “Tik Tok” pero la base de su obra era la parodia de los postulados asimovianos y ya se sabe que las parodias suelen tener las patas cortas.
El gran Robert Silverberg también lo intentó con su notable “La torre de cristal” pero nadie más quiso tomar el relevo de sus androides esclavos que utilizan el misticismo como una forma de liberación.
Y, sin embargo, este viejo tema supo resurgir de sus cenizas gracias a una nueva idea muy en boga en nuestros días: la informática y la inteligencia artificial (IA). En cierta forma, un robot clásico no deja de ser un ordenador con IA móvil. El propio Asimov mostró el camino con su serie de cuentos sobre MULTIVAC, un superordenador que hoy definiríamos como una IA.
Y de esta forma los autores de los 80 y 90 retomaron el tema, las IA llenaron novelas y novelas de ciencia ficción, siendo especialmente queridas por los cyberpunks (“Neuroamante” y familia de William Gibson) pero alcanzando cotas tan geniales como las de la serie de la “Cultura” de Iain Banks. El camino esta prácticamente virgen, así que es de esperar que en el futuro los autores exploren nuevas ramificaciones aún insospechadas. Los viejos robots de Hoffman tienen cuerda para rato.