lunes, octubre 24, 2011

"Las Aventuras de Pinocho" de Carlo Collodi

Frente a otros clásicos de la literatura infantil, que leí ya adulto o que sólo conocí a través de adaptaciones posteriores, generalmente de la mano deformante de Disney, “Las aventuras de Pinocho” si que las deguste en su formato original en mis años imberbes.
Por supuesto, también padecí la versión Disney en su adaptación oficial al comic, pero por mi casa apareció un día un ajado libraco, ya gastado y de gran tamaño, más apto para enciclopedia que para disfrute de niños, que recogía la novela de Collodi profusamente ilustrada con fotografías de una adaptación italiana al cine en imagen real, cuyo principal mérito era contar con Gina Llollobrigida en el papel de Niña de los Cabellos Azules.
Triste es reconocerlo, no he podido ver nunca esa adaptación cinematográfica, aunque, en cambio, si que he padecido varios visionados de la versión Disney, ya se sabe que los estadounidenses son muy críticos con los monopolios ajemos y muy comprensivos con los propios. Por tanto no sé hasta que punto dicha película merece o no la pena. Si que puedo afirmar que aquellas fotografías, mezcla de neorrealismo, pintura de época (la ambientación era decididamente decimonónica) y efectos especiales naif, eran poderosas y contrastaban enormemente con la edulcorada y ñoña estética disneysiana. O, por lo menos, ese fue el efecto que me causó a aquella tierna edad, no se ahora, más de de 30 años después si las cosas serían iguales. Por lo menos, aquel tomazo me enseñó una lección, o más bien, el embrión de una lección, que de aquella, muy posiblemente, mi cabeza no daba para tanto. La lección era sencilla: había todo un mundo fascinante más allá del monopolio Disney y, como lógica continuación, ante la libertad (más bien libertinaje a veces) del adaptador es mejor recurrir a la obra original.
Ahora bien, puedo afirmar que “Las aventuras de Pinocho” no fue exactamente una lectura que disfrutase. Me llamó mucho la atención la crueldad de muchas escenas obviadas por Disney y me desagradó profundamente la moralina que impregnaba el libro. O, por lo menos, ese ha sido el recuerdo que me ha quedado de aquellas primeras lecturas.
Hace poco releí de nuevo al bueno de Pinocho, esta vez de la mano de su edición en bolsillo por Alianza (a saber que habrá sido de aquel libraco de mi infancia) y, en parte me reconcilié con el muñeco. Primero, me llamó la atención lo breve de la historia. 206 páginas en edición de bolsillo pero plenas de ilustraciones y estructuradas en 36 capítulos muy breves. Una lectura que te ventilas en un par de horas y que de niño me parecía tremenda y me llevaba varios días (por qué si que recuerdo perfectamente, que releí con avidez varias veces el libro, aunque sólo fuera para disfrutar de las fotos).
Por supuesto, la crueldad seguía allí, de hecho, me sigue pareciendo un rasgo fascinante de esta novela y, en general, de casi toda la literatura infantil de época. Quizá sea cosa de la diferencia de sensibilidad frente la de nuestros antepasados, menos melindrosa que la actual, o quizá que los autores de antaño sabían que los niños son esencialmente amorales y, por tanto, crueles por naturaleza, de ahí que esos rasgos que a nosotros nos pueden resultar llamativos a ellos les resulten normales. O, en fin, puede ser una forma primitiva y eficaz de reforzar el mensaje final del libro, la moralina de la historia, ya se sabe, la letra con sangre entra, etc, etc.
En cualquier caso, Pinocho sufre, y hace sufrir, lo indecible. Sería demasiado prolijo enumerar todas sus desventuras pero aquí hay de todo: desde un Pinocho que se queda sin pies, casi muere de hambre, acaba varias veces en la cárcel, cree que ha perdido a su padre y a su hada madrina (¡qué finge su propia muerte para darle una lección!), está varias veces a punto de ser quemado, ahogado o devorado y es transformado en burro, hasta un Geppetto que acaba en la cárcel por culpa del jodido muñeco y es devorado por el temible Tiburón (por buscar al crio de las narices), sin olvidar tantos secundarios con un final de lo más brutal (el gato y el zorro, las garduñas, el final de Mecha convertido en burro, el grillo-parlante).
Sinceramente, leyendo fríamente el libro, Collodi bordea el sadismo con más de una escena realmente perturbadora (el compañero de juegos al que Pinocho cree haber matado, el intento de quema de Arlequín para que Comefuego pueda cenar), eso, con siete años me dejó sobrecogido e, incluso, asustado, hoy con cuarenta y tantos me ha dejado más fascinado que otra cosa, pero igual que de niño, con más de un escalofrío en el cuerpo..
Y esto es lo que me ha permitido descubrir que “Las aventuras de Pinocho” es una obra realmente sólida y que perdurará. Principalmente por su capacidad de fascinación y su carácter evocador de un mundo que ya no existe, o que nunca ha existido, pero que Collodi supo pintar con energía. En efecto, Pinocho tiene un mucho de un pícaro clásico, es un vagabundo, un buscavidas y sus aventuras aparecen sobre un fondo fantástico pero, a la vez, con un realismo costumbrista lleno de encanto y muy italiano. Escenas como las del pescador que confunde a Pinocho con una exótica especie marina, el granjero que le obliga a actuar como perro guardián, o el dueño del circo que le compra como burro para su espectáculo y luego lo revende por haberse quedado cojo, podrían encajar con un par de pulimientos en nuestro “Lazarillo” o en alguna de aquellas películas neorrealistas italianas de los 40-50.
Es esta crueldad mezclada con picaresca, costumbrismo y socarronería (el humor recorre toda la historia, pero un humor campesino, tosco y, en ocasiones, un tanto grueso, una huella lejana del gran Basile del “Pentamerón”) lo que hace de este libro una pieza única y consigue que su historia este llena de vigencia y pueda seguir fascinando a los niños de hoy. De hecho, las versiones cinematográficas son legión, y hasta los mismísimos Spielberg y Kubrick se sintieron fascinados por la historia del niño de madera que quiere ser humano y que busca a su padre.
Estos logros me hacen perdonar el gran defecto de la novela: la tremenda moralina que hay detrás de ella y que Collodi jamás ocultó, más bien exageró hasta extremos estomagantes. A fin de cuentas, Pinocho no deja de ser un niño desobediente, que no quiere estudiar y que pasa olímpicamente de su padre, un vago de campeonato que sólo quiere divertirse, un hedonista puro. Y, claro, en la industriosa y burguesa sociedad decimonónica no había mayor delito que esto, así que habría que inculcar a las mentes infantiles a sangre y fuego la lección de que ese no es el camino. Y, por tanto, todas las desventuras de Pinocho son una consecuencia de sus actos irresponsables y únicamente, cuando deja de hacer el ganso y empieza a trabajar como Dios manda, es cuando obtiene su premio y se convierte al fin en humano. Una clara metáfora sobre el paso del niño al adulto, de la infancia a la madurez, que en el caso de Pinocho se logra a través del trabajo y la renuncia a la fantasía, y que da una nueva dimensión a la obra y la carga de un profundo sentido psicoanalítico, pero que no deja de ser un tanto desoladora (y coincidir, curiosamente, con las ideas de otros autores de la misma época muy alejados de Italia como McDonald o Kingsley).
De niño, esa moralina me enervaba, posiblemente por qué me identificaba con Pinocho, con su libertad, su irresponsabilidad y su afán de aventura, y, al igual que él, me fastidiaba enormemente los consejos adultos sobre que podía o no hacer (un nuevo acierto de Collodi, el personaje de la historia y el joven lector que la lee son, prácticamente, uno). Hoy puedo ser indulgente con este fallo, comprensivo pero, en el fondo, sigo prefiriendo el Pînocho aventurero antes que el probo ciudadano, probablemente más que aburrido, en que se convierte al final del libro.
Curioso caso el de Carlo Collodi (1826-1890), seudónimo de Carlo Lorenzini, ferviente nacionalista que luchó por la unificación de Italia tanto en el campo de batalla como en la prensa a la que se dedicó en cuerpo y alma. Este periodista-soldado, fue, sobre todo, un polemista en los diarios de la época y un modesto autor cuya producción no ha pasado a la historia. Sólo perdura esta obrita aparentemente menor que a, la larga, fue la que le dio fama y renombre. El éxito fue enorme desde el inicio de su publicación en 1881 como folletín en una revista infantil. Probablemente por qué hasta la llegada de Pinocho, la literatura infantil italiana se había caracterizado por ser aburrida hasta extremos inaguantables. Los libros teóricamente para niños encantaban a los padres pero espantaban profundamente a sus hijos. Pinocho era divertido y, prácticamente, era el único libro infantil divertido disponible: su éxito estaba asegurado.
Curiosamente, el que menos fe tuvo en él fue Collodi, desdeñoso con la obra y que estuvo a punto de finiquitarla en el capítulo quince, donde deja a Pinocho ahorcado en un árbol y supuestamente muerto. Afortunadamente, Biagi, el editor de la revista, convenció a Collodi de que siguiese con la historia, aunque este nunca estuvo muy convencido y de hecho perpetró un final anticlimático que es, posiblemente, lo más flojo de todo el libro.
La edición de Alianza es más que correcta dada la relación calidad-precio. El único pero que se me ocurre es que las preciosas ilustraciones de Mussino (canónicas hasta la irrupción de Disney) no acaban de lucir muy bien en un formato tan pequeño. La traducción de la gran Esther Benítez es, como siempre, impecable, aunque el prólogo con el que acompaña a la narración no deja de ser curioso, al dedicar casi la mitad del mismo a contarnos la historia de las continuaciones apócrifas de las aventuras de Pinocho realizadas en España por Salvador Bartolozzi para la mítica editorial Calleja a partir de 1917. Una historia interesante pero que, sinceramente, no acabó de tener muy claro a que viene su inclusión en este libro.

lunes, octubre 17, 2011

De neutrinos y sueños

A estas alturas del partido todo el mundo sabrá ya lo del famoso experimento del CERN con los neutrinos más rápidos que la luz. Por una vez en la vida, una noticia de cierta relevancia científica se coló en la prensa nacional e, incluso, copó alguna portada. No voy a hablar del experimento en sí, ¡Dios me libre! Mis conocimientos de física se quedaron en la antigua E.G.B. así que imaginaos. Ni siquiera de la posibilidad (igual de fascinante) de que todo sea un error y haya que ver donde narices ha fallado el experimento. Simplemente querría quedarme con un par de conclusiones a nivel sociológico que saqué a raíz de leer la noticia en “El Mundo”.
Veréis, yo nací el año que el hombre llegó a la Luna, me crié, por tanto, en una época de crisis de la carrera espacial, crisis que ha culminado con el semiabandono actual. Sin embargo, en mi infancia y juventud, no fui consciente de semejante fiasco. En parte por qué muchos de los libros que se escribían por aquellos años todavía eran tremendamente optimistas, en parte por que el mantenimiento de ciertas misiones (Voyager, Viking, trasbordador espacial) daban la sensación de que la cosa seguía su rumbo inexorable hacia las estrellas, en parte por haberme quedado fascinado con “Cosmos” de Sagan, y en parte por leer mucha, mucha CF, la mayoría escrita en los 50-60, momento de máximo optimismo dentro de la empresa espacial.
Por eso, seguí con fascinación las misiones Viking, con las primeras fotos del paisaje marciano, y me emocioné con el despegue del Columbia. Y sí, durante mucho tiempo me creí esos calendarios utópicos que marcaban el año 90 como el de construcción de una base lunar permanente, o el del primer viaje tripulado a Marte (ahora hablan del 2020, pero ahora soy un escéptico incurable).
Era tan ingenuo como para protagonizar un incidente bochornoso en el Instituto. Fue en clase de Ética. No la Ética de ahora, que es una asignatura seria que se estudia con 16-17. Aquella Ética era una extraña cosa que se nos ofertaba a los alumnos que no queríamos dar religión. Debía andar yo por los 14 o 15 años. El pobre profesor, que no sabía muy bien que hacer con nosotros, planteaba debates que seguíamos con moderado interés y menguante entusiasmo. Una de las veces tocamos el tema de la explosión demográfica. Cuando llegamos al apartado de posibles soluciones todo el mundo se quedo atascado en el manido uso de anticonceptivos (por supuesto, no dábamos religión, teníamos las cosas claras). El profesor pidió más y ahí fue donde me embale y solté alegremente: colonización de nuevos planetas.
La reacción del profesor de turno fue soltar una carcajada, bueno, más que una carcajada, le dio la risa floja. Puede sonar cruel, pero no era un mal tipo y no le guardo rencor (corporativismo, me temo), tuve la suerte de que muchos de mis compañeros no le siguieron en el choteo y de que yo debí poner algo así como cara de dignidad ofendida. Él, buen profesional, rectificó a tiempo, comentó algo sobre dificultades tecnológicas y luego, rápidamente, planteó una idea interesante ¿hasta qué punto era lícito trasladar un problema a otro planeta si no éramos capaces de solucionarlo aquí, en el nuestro? Eso me hizo pensar, y eso es lo mejor que un profesor puede hacer por un alumno suyo, aunque sea en una asignatura absurda como aquella Ética de mediados de los 80.
En cualquier caso mi profesor tenía razón, yo podía haberme leído muchas historias de saltos al hiperespacio y de naves generacionales pero la carrera espacial estaba agonizando y sólo esperaba que alguien le diese la puntilla. Los accidentes de los transbordadores espaciales fueron esa puntilla. Eso sí, la muerte ha sido lenta y horrible, tanto que aún se siguen prolongando los estertores.
Pero bueno, cuarentón uno y curado de ilusiones juveniles, las cosas se ven con otra perspectiva, hasta que surge la noticia en el periódico y ¡zass! Vuelvo a los 15 años y vuelvo a soñar con la posibilidad de viajar a más velocidad que la luz y, de nuevo, el universo se abre ante mí y sueño con que algún nieto mío pueda sobrevolar Próxima Centauri o algo así. Luego abro el periódico, leo la parte seria de la noticia y llegó luego al obligado artículo de desbarré y, perplejo, me doy cuenta de que a nadie le importa una mierda viajar a otros mundos y el plumilla de turno se empalma pensando que se abren las puertas a los viajes en el tiempo.
No me malinterpretéis, me molan los viajes en el tiempo como al que más, mamé a Wells de muy joven. Pero me resulta significativo que entre abrirnos al universo y encerrarnos en nuestra propia historia, la elección del periódico (y, posiblemente, la de la mayoría de la gente) sea la segunda. Dice mucho de nosotros, dice mucho de nuestra época y dice mucho de la CF, de cómo ha pasado, lentamente, del optimismo al pesimismo, de la exploración espacial a la distopía. Dicen que cada época tiene lo que se merece, es posible, pero, desde luego, personalmente no me gusta lo que nos estamos mereciendo ahora.
Un último apunte, para ilustrar su artículo, el reportero dicharachero eligió media docena de películas como referencia. Ni un solo libro. La CF está triunfando pero, por lo que veo, no en todos los ámbitos.

lunes, octubre 10, 2011

"El Doctor Nikola" de Guy Boothby

Rastrear en las obras del XIX los antepasados de la CF canónica es uno de esos vicios ocultos que aquí me atrevo a mostrar. No puedo negar que, como casi todos los vicios, tiene un componente de pasión personal e intransferible, difícil de explicar a aquellos que no comparten esta nefanda afición, pero, como he descubierto después de muchos años en internet, uno, por raro y especialito que sea, no está nunca del todo sólo, y, por tanto, me animo a compartir uno de mis últimos descubrimientos, siempre es posible que esta información sea útil a alguien.
El caso es que esta vez he conseguido rastrear a uno de los padres del pulp, esa literatura bizarra y, en demasiadas ocasiones, de ínfima calidad, que hizo las delicias del público estadounidense en los años 20-30 del pasado siglo antes de que Campbell impusiera la cordura y crease una CF más seria, creíble y respetable, me temo que, en demasiadas ocasiones, igualmente aburrida. Y es que el pulp si algo era, era diversión, horrorosa a veces, infantil a menudo, risible en ocasiones pero, con la incredulidad más que suspendida, disuelta en ácido, diversión vitalista, exótica, colorida y sin complejos.
Como tantas cosas, el pulp no aparece de la nada, hunde sus raíces en la literatura popular realizada en E.E..U.U. y, especialmente, Inglaterra durante el XIX. Hoy en día la mayor parte de los lectores no conocen casi nada de ese fértil mundo, el paso del tiempo ha destruido (a veces de forma literal, casi siempre sumergiéndolo en las nieblas del olvido) la mayoría de estas obras. Y, muy posiblemente, para bien. Por cada Wilkie Collins, por cada Bram Stoker o Conan Doyle no me quiero ni imaginar la caterva de autores ilegibles de las que nos hemos librado. Bueno, si me los puedo imaginar, por ejemplo si alguien quiere saber lo espantoso que puede llegar a envejecer una de estas obras proto-pulp que le eche un vistazo a “El continente desaparecido” (1899) del estadounidense Cutcliffe Hyne, una de las primeras aproximaciones en clave de literatura popular al mito de la Atlántida. Eso sí, que luego no me venga llorando, yo ya he avisado…
Claro que, la siega del tiempo a veces puede ser un tanto injusta. Y ahí está el caso de Guy Boothby (1867-1905), del cual, y hasta donde sé, sólo ha sobrevivido en nuestra lengua este modesto volumen: ”El Doctor Nikola”. Boothby fue un australiano que probó fortuna en su ignoto país (a ojos del XIX) en diversos cometidos antes de triunfar modestamente en lo literario, primero en su remota isla-continente y más adelante en el propio Londres, cabeza del Imperio.
En sus últimos diez años de vida, publicó medio centenar de relatos y novelitas que le dieron una cierta notoriedad y donde, a juzgar por esta muestra, los tópicos posteriores del pulp aparecen totalmente desarrollados. “El Doctor Nikola”, publicada en 1895, presenta a su homónimo protagonista que habitaría muchas de las otras obras de Boothby y del que, sinceramente, no me importaría leer algo más.
A bote pronto Nikola es una especie de Holmes al que se le han acentuado sus rasgos más negativos. Inteligente, racional, rico y dueño de una moralidad, cuando menos, muy personal, la gran diferencia frente a su colega de Baker Street es que el no es un detective si no un científico, para el que la búsqueda del conocimiento es el motor de su vida y que no se detiene ante nada para conseguir sus objetivos.
En este sentido, Nikola, es lo mejor del libro, ya sea intencionadamente o por torpeza de su autor, que no sabía si convertirlo en un personaje “bueno” o “malo”, el caso es que su figura es bastante atractiva, su moralidad, repito, es tan personal como difícil de compartir para la mayoría de sus contemporáneos, sus conocimientos rozan lo esotérico, y sus dotes deductivas amen de su ingenio le colocan más cerca de un superhéroe de comic que de alguien de carne y hueso. Nikola en ese sentido me recuerda un tanto a la Sombra, uno de los grandes mitos del pulp, y un mucho al prototipo del científico loco que luego popularizaría ese mismo pulp y la propia CF hasta, prácticamente, nuestros días (véase si no esos protagonistas tan del gusto de Crichton que dan unos pasitos allí “donde es mejor que los hombres no vayan” y que luego bien que lo pagan). Tiene el atractivo oscuro del que carecen la mayor parte de los roles positivos y que hace que, en tantas ocasiones, nos gusten más los “malos” que los muy sosos y planos “buenos”. Sólo que aquí Nikola juega en el bando positivo y, al final, se sale con la suya. Un guiño desde luego muy reconfortante.
Dicho esto, no nos llamemos a engaño, “El Doctor Nikola” no soporta una lectura seria y, literariamente, es un artefacto pueril y absurdo: su protagonista principal, Wilfrido Bruce, que narra la historia en primera persona, es el típico musculitos sin cerebro absolutamente anodino y plano cual tabla de planchar, la historia de amor que aparece, de repente, en medio de la novela lo hace de una forma tan forzada que, durante un rato no daba crédito a lo que estaba leyendo, el racismo inherente a la época es escandaloso (chinos malos, malísimos dignos antepasados de Fu Man Chu, Sax Rohmer tuvo que ser un lector seguro de Boothby), y las inconsistencias de la trama de juzgado de guardia.
Pero, repito, Nikola es todo un hallazgo, y la ambientación china resulta muy divertida (aunque Boothby se lía un poco con las geografía, recomiendo no leer el libro con un mapa cerca, la cara de asombro pude impedir continuar con la lectura). Las descripciones de tenebrosos templos e innombrables sectas de poder ignoto están conseguidas (otro que tuvo que conocer algo a este autor fue Howard y, posiblemente, también Leiber) y los trucos entre la ciencia y la magia que se saca Nikola de la manga bastante divertidos e ingeniosos. Además, bendito sea Cthulhu, el librito es breve, maravillosamente breve (158 páginas), antes de que aburra o se haga demasiado ridículo se ha acabado, un lince este Boothby, lástima que algunos de sus herederos actuales no hayan aprendido esta lección.
Como ya he dicho, no es un buen libro pero para determinados paladares resultará más que aceptable, y, como ya he comentado, a más de uno le apetecerá saber que nuevas aventuras preparó Boothby para el inquietante Dr. Nikola.
Una última nota sobre esta edición, la mayoría de estas oscuras obras pulp o proto-pulp suelen ser rescatadas por editoriales animosas, muchas veces, basadas en una labor casi unipersonal, Valdemar o La Biblioteca del Laberinto son, quizá, los ejemplos más célebres. No es el caso actual, “El Doctor Nikola” fue publicado en el 2006, en una pobrísima edición, por ANS Editor. Sólo puedo asegurarlo al 99 %, así que mis palabras deben ser tomadas con cierta prevención, pero ANS Editor da toda la sensación de ser la, hasta el momento, última reencarnación de Pulp Ediciones, unos personajes que dieron una nueva dimensión a la palabra piratería. Sé de lo que hablo por que personalmente sufrí en mis propias carnes sus manejos. Resumiendo sus males: no pagaban a sus traductores, autores y demás colaboradores, no respetaban los derechos de autor y solían “fusilar” ediciones antiguas colándolas como nuevas.
Algo de esto hay en esta edición, no solo por lo cutre de su diseño, si no por qué, por ejemplo, aparece como traductor José María Ruiz (nombre anodino donde los haya) que debe de ser el sucesor del famosos M. Blanco. Lo digo por qué la sensación que me ha quedado tras la lectura del libro es que la traducción debe de corresponder a alguna edición de los años 20-30 o incluso 40 pero, ni de coña, obra de alguien que viva a principios del siglo XXI. No sólo por el uso de un vocabulario anticuado y achulapado típico de aquellos años, o por la españolización de los nombre propios de los protagonistas anglosajones, práctica hoy en día totalmente en desuso, si no por qué, en un momento dado, el protagonista señala cierto gasto bastante alto cifrándolo en ¡500 pesetas!, así, tal cual, como si la inflación galopante y el euro nunca hubiesen existido. En fin, lo dicho, que muy posiblemente ANS Editor habrá escaneado una vieja publicación de nuestro propio pulp hispano (aquellos bolsilibros o novelas de a duro) y se ha quedado tan ancho. Cierto es que no está vulnerando ningún derecho de autor (los de Boothby y su primitivo traductor ya habrán caducado, y a saber donde andarán los de la editorial española original que, dudo, haya sido muy escrupulosa con el tema) pero la chapuza inherente a esta decisión es significativa. Si el Doctor Nikola se enterase…

domingo, octubre 09, 2011

El Retorno del Friki

De las muchas sub-especies de terrestres, el friki es quizá la más extraña. A diferencia de sus congéneres prefiere la soledad a la compañía y suele estar más activo con la llegada de los fríos que en medio del calor. El friki auténtico es más escaso de lo que muchos creen debido a la proliferación de curiosos híbridos y peculiares mezclas o falsos frikis. Su aspecto bonachón no debe de engañarnos, dentro de él anida un iracundo fanático capaz de embarcarse en debates violentos e interminables por el detalle más nimio. El friki es belicoso, pero, esencialmente, su furia es más dialéctica que física. Cuando el pesar cae sobre el friki este suele combatirlo incrementando su furibunda actividad y su labor proselitista, así, parece combatir la pena y reafirmar su fe en sus principios.

Ton-Toli-No De mis viajes por Tierra y otros planetas extraños